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Francesc-Marc Álvaro | Tanquem el Parlament de Catalunya
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10 jul 2014 Tanquem el Parlament de Catalunya

Uno. No gastemos más dinero del contribuyente, por favor. Cerremos inmediatamente el Parlament de Catalunya. La sentencia de la Audiencia Nacional sobre el asedio que sufrió la Cámara autonómica el 15 de junio del 2011 tiene un efecto político directo y claro: la institución que representa la voluntad popular de los catalanes no es nada, un simple edificio con gente. No pasa nada si una multitud trata de impedir por la fuerza que los legisladores de Catalunya se reúnan para desarrollar su labor. El ponente de la sentencia, Ramón Sáez Valcárcel, dedica párrafos y más párrafos a la libertad de expresión y de manifestación mientras soslaya y minimiza lo que, a ojos de la gran mayoría, fue una acción violenta sin precedentes. El objetivo de los congregados estaba muy claro, como rezan los carteles de aquella convocatoria: «Aturem el Parlament per evitar l’aprovació de les retallades». En los vídeos de aquel día queda recogido el grito de varios de los manifestantes: «Si no entran, no votan». Se buscaba que la Cámara no pudiera reunirse, algo que subraya el voto particular de Fernando Grande-Marlaska.

Dos. Para comprender cabalmente lo que la sentencia significa para las reglas de juego de la democracia hay que llevar a cabo el siguiente ejercicio: leerla entera -126 páginas- pensando que todo lo que se argumenta podría ser aplicado a otros movimientos y grupos de protesta, por ejemplo plataformas contrarias al aborto, grupos partidarios de expulsar extranjeros, organizaciones que se oponen al matrimonio homosexual, etcétera. Porque en una sociedad abierta y plural las normas sobre manifestación y expresión deben ser iguales para todos, con independencia de la causa que se sustenta. Sabedor de ello, el ponente de la sentencia hace lo mismo que algunos jueces ultraconservadores (recuerden esa sentencia sobre la minifalda), pero al revés: impregna con su particular ideología toda su argumentación técnica, hasta el punto de pronunciarse favorablemente sobre lo que él entiende que es la causa de los manifestantes, que no es motivo del pleito: «Desde esa perspectiva conviene hacer notar que la protesta suponía la defensa de la Constitución y de sus contenidos básicos. No trataban de cambiar el marco de relaciones jurídico-políticas, sino plantear que se estaba operando un vaciamiento de los derechos fundamentales y hacer resistentes las garantías de los derechos». El juez deviene así el principal abogado defensor y, de paso, ejerce de comentarista político.

Tres. El punto que más ha llamado la atención de la sentencia es la justificación de la violencia ejercida por las masas, eso que el juez ponente resume como «admitir cierto exceso en el ejercicio de las libertades de expresión o manifestación». ¿Qué significa «cierto exceso»? ¿Caben o no caben los escupitajos, las patadas, los empujones, los insultos, las amenazas y el robo de objetos personales en el interesante concepto de exceso? ¿Se excedieron o no los héroes que trataron de arrebatarle el perro guía al diputado invidente Llop? No se comprende que violentar a los diputados del Parlament no comporte pena alguna y que lanzar un pastel a la presidenta de Navarra suponga una condena de dos años de prisión o llevar una bandera republicana sea motivo de detención. Pero, más allá de lo ambiguo y arbitrario de la idea de exceso, está la falacia que sustenta su introducción en la sentencia. Sáez Valcárcel afirma que «los cauces de expresión y de acceso al espacio público se encuentran controlados por medios de comunicación privados» y que «sectores de la sociedad tienen una gran dificultad para hacerse oír o para intervenir en el debate político y social». En el caso del 15-M, se puede comprobar fácilmente que televisiones y radios privadas y públicas dedicaron muchísimas horas a este fenómeno y dieron voz a sus protagonistas, algo que también hicieron los principales medios escritos. Además, la aparición de figuras como Pablo Iglesias o Ada Colau no se explica sin el concurso de los medios convencionales.

Cuatro. Más lamentable que la sentencia resultan algunos testimonios de diputados -Joan Boada, Salvador Milà, Ernest Maragall- que minimizan lo ocurrido, una actitud que sorprende incluso a Grande-Marlaska cuando compara estas declaraciones con determinados vídeos y fotografías en los que se ven a los mismos diputados en situaciones realmente complicadas. ¿Por qué lo hacen? ¿Acaso olvidan que su escaño en la Cámara representa a muchas más personas de las que se congregaron aquel día en el parque de la Ciutadella? ¿Acaso temen asumir el coste político de una sentencia condenatoria?

Cinco. Al final, detrás de la polémica, lo que aparece es la falta de sentido institucional de muchos actores políticos, eso que en Madrid llaman sentido de Estado. Aliñado con la recurrente discusión sobre el operativo policial aplicado, convirtiendo en problema a los Mossos. Otra vez surge el peor fantasma catalán, como sucedió a raíz de los disturbios relacionados con Can Vies. Así, es incomprensible que ERC se abstenga sobre la presentación del recurso del Parlament a la sentencia. En cambio, el no de ICV y la CUP ya no sorprende. Es un gran problema -y no sólo de los republicanos- anhelar un Estado independiente y carecer del más mínimo sentido de Estado.

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