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Francesc-Marc Álvaro | Fer-ho oralment
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14 oct 2011 Fer-ho oralment

Soy uno de los 70 millones de personas con la BlackBerry descuajeringada. Primero pensé que era sólo mi aparato el que hacía el tonto, pero, antes de tirarlo por el balcón, me enteré de que el problema era de ellos, quiero decir de la empresa RIM, la compañía que fabrica el artefacto y gestiona los servicios de datos que dependen de este. Cuando era pequeño y la tele en blanco y negro se estropeaba, teníamos claro que había averías de dos tipos: las nuestras (del televisor o de la antena de casa) y las de ellos (del servicio de TVE, emisora del régimen y en régimen de monopolio); si los responsables eran ellos, respirábamos tranquilos, dejábamos de dar golpes al receptor y sentenciábamos «es de ellos», a la manera de un conjuro que nos unía al resto de los hogares que se habían quedado sin disfrutar del Un, dos, tres, de la teleserie protagonizada por el detective Ironside o de los dibujos animados doblados en Puerto Rico. El lunes pasado, después de hurgar en mi BlackBerry un buen rato, de apagarla y encenderla varias veces, de ponerle y quitarle la batería, y de otras acciones irracionales, celebré que se tratara de un apagón global, recordando la precariedad tecnológica tribal de mi infancia. La hermandad implícita de los damnificados por estas contingencias reconforta mucho.

Cuando escribo estas líneas, los de casa BlackBerry siguen desbordados, según se informa. El caso, que dura más de lo que una firma de este peso se puede permitir, invita a todo tipo de reflexiones sobre nuestra condición de seres siempre conectados. Si la tecnología que nos hace sentir un poco dioses se va al garete, parece que la tragedia está servida. Y reconozco que yo también me he enfadado ante esta emergencia y ante la evidente falta de eficacia y previsión de los que lideran un negocio tan importante. Con todo, aunque no pongo en duda los perjuicios económicos y de otro tipo que produce este episodio, no hay que exagerar. Dicho esto, tampoco nos pasemos por el otro lado, como cuando se dice que, gracias a este colapso en los servicios de mensajería y navegación por internet, muchos humanos han redescubierto la comunicación oral, lo que antes llamábamos hablar por teléfono.

¿Nos hemos vuelto más tontos de lo que acostumbramos a ser ante los sensacionales juguetes que prolongan nuestros sentidos? ¿Será cierto que sólo recuperamos la sopa de ajo por accidente? ¿Tanta gente había olvidado que algunas gestiones necesitan la conversación para desarrollarse con éxito? La oralidad gana terreno porque una avería planetaria nos obliga a llamar a aquel individuo con el que sólo intercambiábamos correos electrónicos. Todo esto me da tanta risa como los que han redescubierto el encanto de la tertulia en el bar de la esquina tras estar enganchados cada madrugada a chats y reuniones virtuales con Caperucita Roja, Batman o El Hombre del Saco.

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