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Francesc-Marc Álvaro | Capitans de l’honor
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20 ene 2012 Capitans de l’honor

El comportamiento del capitán del Costa Concordia puede ser calificado de muchas maneras pero todo el mundo sabe que no fue nada honorable; un capitán que abandona su barco cuando se produce un naufragio es la imagen más clara del incumplimiento del deber y, de paso, es el retrato terrible de un deshonor que va unido a una actitud tramposa, mentirosa y carente del mínimo coraje.

En general, la gente que trabaja en el mar tiene un profundo sentido del honor porque, a pesar de los grandes avances, se gana la vida en un medio de riesgo extremo donde la naturaleza siempre recuerda a los individuos que la existencia cuelga de un hilo muy fino y que fiarse demasiado acostumbra a pagarse muy caro. Sentirse pequeño ante la fuerza de los elementos ayuda a mantener un código moral de respeto a uno mismo y a los demás. Por eso la excepción flagrante de Francesco Schettino duele de modo especial a los profesionales de la navegación y constituye una historia atractiva que nos hace pensar en la grandeza y miseria de que somos capaces cuando nos ponen a prueba.

El honor es un asunto fascinante que importa más de lo que parece. Porque esta palabra tiene mala fama en nuestras sociedades desarrolladas y democráticas, donde se habla mucho, en cambio, de ética y de solidaridad y de transparencia. Se asocia el honor, de manera reduccionista, a la tradición más rancia, a un pasado casposo de caballeros con armadura y reglas rígidas al servicio de castas intocables. Además, la manera como etiquetamos algunos fenómenos actuales, caso de los mal llamados «crímenes de honor» que propugnan ciertos fanáticos o del particular honor de los mafiosos, abonan la distorsión de este concepto.

Con todo, a la hora de la verdad, el honor nos llama la atención cuando desaparece completamente de escena y deja paso a comportamientos lamentables que nos hacen sentir vergüenza ajena. Es lo que pasa con las mencionadas peripecias del capitán del Costa Concordia. Y es lo que sucede con las actuaciones intolerables del jugador del Real Madrid llamado Pepe, el energúmeno que, entre otras salvajadas, pisó intencionadamente la mano de Messi en el partido de la Copa del Rey del miércoles. Y también es deshonor el que nos llega a través de ciertas conversaciones privadas que se han hecho públicas durante el juicio a Camps por el caso de los trajes, unos diálogos que no servirían precisamente para ilustrar la ejemplaridad que tenemos derecho a exigir a todos los cargos elegidos en las urnas.

Afortunadamente, todavía quedan muchos capitanes del honor pero la mayoría son anónimos, ciudadanos desconocidos que hacen su tarea sin aspavientos –por un salario normal y corriente– y que nunca obtendrán ni medallas, ni premios, ni calles con su nombre. Gracias a todos ellos, porque el honor y el sentido del deber hacia los otros nos alejan de la barbarie y por eso son imprescindibles.

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