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Francesc-Marc Álvaro | Dickens i la nostra crisi
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22 feb 2012 Dickens i la nostra crisi

La tentación es demasiado fuerte. La celebración de los doscientos años del nacimiento de Charles Dickens en plena crisis es una coincidencia que propicia una analogía tan simple como atractiva: hay muchas semejanzas entre los tiempos difíciles narrados por el brillante novelista inglés y nuestro presente. La comparación es tan irresistible, tan poética, que son varios los comentaristas que han sacado punta al asunto, a la búsqueda de un juego de espejos efectista. Lástima que se trate de algo que no resiste el mínimo análisis documentado. Como no lo resiste hablar de la crisis actual como si fuera la de 1929, cuando no existía el concepto de derechos sociales que hoy manejamos.

Ni el Reino Unido ni la Europa de nuestro tiempo –Grecia incluida– tienen nada que ver con el mundo que describe de forma tan emocionante el Dickens novelista y cronista. Para encontrar paralelismos con fundamento con los niveles de miseria y de injusticia que reflejan las obras del genio de Landport sería necesario recoger ejemplos actuales en la durísima realidad de ciertos países africanos y latinoamericanos, donde la guerra, la violencia criminal, las hambrunas, la corrupción, el analfabetismo, las epidemias, la censura, la contaminación, el sometimiento de las mujeres y la explotación de la infancia son fenómenos cotidianos de una gravedad apenas paliada por la intervención de las oenegés y la cooperación oficial de gobiernos occidentales (con intereses no siempre confesables). El Dickens de hoy está en las barriadas de Adís Abeba o San Salvador más que en las periferias de París, Berlín o Roma.

No obstante, los europeos tendemos a olvidar con facilidad todo lo que nos separa de los personajes de Dickens. En el universo victoriano sólo hay ricos y pobres mientras nuestro paisaje es el de unas clases medias que, a pesar de verse sometidas a la pérdida de poder adquisitivo, siguen constituyendo el grueso de la población y el motor de la economía. Asimismo, el trabajador de ese primer capitalismo es un elemento completamente desamparado, en manos del capricho del patrón, sin leyes que regulen su actividad ni protección social alguna a cargo de la administración, sin sindicatos reconocidos que actúen en su defensa y, sobre todo, sin autoestima. Ese obrero de Dickens es un desarraigado sin horizontes, condenado a una vida de precariedad y dureza, en un medio tremendamente hostil, carne de cañón de un proceso de creación de riqueza del que no se verá nunca beneficiado. Él no cuenta para nada, salvo para malvender su fuerza de trabajo hasta que cae enfermo o fallece. En ese mundo tenebroso donde todo es incertidumbre y un constante dolor, las mujeres y los niños constituyen una clase inferior dentro de la clase explotada, con salarios todavía más miserables y un trato mucho más vejatorio que el que recibe el varón adulto. Las jornadas laborales son extenuantes y embrutecedoras, no hay tiempo para vivir ni para soñar. Cualquier comparación entre el trabajador europeo de hoy y el de las novelas de Dickens ofende a nuestros antepasados y banaliza la lenta y costosa lucha por los derechos de la mayoría.

La crisis que nos está golpeando pone en cuestión el mundo en el que nacimos los que rondamos la cuarentena y que vieron edificar nuestros padres a partir de la segunda mitad del siglo XX. Nos dicen y comprobamos de manera lacerante que el Estado de bienestar que nos ha acompañado durante toda nuestra vida debe ser redimensionado de forma urgente para que siga prestando unos servicios que consideramos intocables: sanidad, educación y pensiones. Caminamos, según los expertos, hacia una nueva realidad que será mucho más austera, pero cuya base nadie cuestiona seriamente porque ello implicaría la fractura social y el fin de un modelo que ha proporcionado –al menos en este rincón del mundo– la combinación más eficaz de libertad, igualdad, solidaridad y justicia que ha conocido la historia humana. Por tanto, es aventurado pensar que regresamos a la época fielmente descrita por Dickens, como si la historia fuera reversible y pudiéramos perder de la noche a la mañana las conquistas más importantes de los últimos 150 años.

Del mismo modo que la idea de un progreso sin límite es ya un concepto ingenuo que no permite pensar en las necesidades nuevas que trasladan los desafíos que se intuyen, resulta precipitado y alarmista concluir que la crisis que atravesamos no es más que un caminar hacia atrás fatalmente predeterminado, para vivir peor que nuestros padres y, tal vez, que nuestros abuelos. En la fascinación por la metáfora dickensiana a la hora de explicar lo que nos está ocurriendo hay también algo de eso, como si el pasado pudiera reeditarse bajo la forma de venganza moral y el bienestar que presumíamos consolidado deba dejar paso a la más espeluznante de las miserias.

Leamos a Dickens y busquemos en sus personajes lo mejor de un alma humana que no se resigna a la injusticia, pero no utilicemos el arte de un novelista del siglo XIX para iluminar el complejo siglo XXI como quien agarra una linterna en la oscuridad del túnel. Podríamos despistarnos y ver lo que no hay mientras nos pasa de largo lo nuevo que surge a nuestro alrededor. Leamos a Dickens con encendida pasión pero no lo adoptemos como carta de navegación para nuestro presente.

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