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Francesc-Marc Álvaro | Un ximple anomenat polític
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14 mar 2012 Un ximple anomenat polític

Podría ser la lealtad, la decepción o el cinismo, pero no es ninguno de estos apasionantes asuntos. En el fondo, la gran cuestión es el autoengaño de algunos de los que se dedican a la política. La última película dirigida e interpretada por George Clooney, Los idus de marzo, toca algunos de los fenómenos clásicos que rodean el oficio de gobernar o intentarlo, como los que mencionaba antes, pero lo que la convierte en una obra atractiva es, justamente, el hecho de poner el dedo en la llaga del autoengaño que determinados profesionales del poder practican con más o menos habilidad. Los personajes principales de esta historia no serían nada sin la habilidad para autoengañarse y conseguir, de esta manera, completar su misión en este incesante comercio de los hombres, para decirlo a la manera de Montaigne.

Se ha escrito y se ha hablado mucho de como los políticos -ciertos políticos, para ser justos- engañan a la ciudadanía. El político como farsante o mentiroso es uno de los grandes arquetipos, presente en todas las sociedades y todas las épocas. La mentira política es un género que, desgraciadamente, no ha perdido vigencia, aunque disponemos de más herramientas que nunca para detectarla y denunciarla. Su trascendencia ha dejado en segundo término el autoengaño que se hace el político a sí mismo, un comportamiento que no es exclusivo de personas estúpidas o con poca formación. ¿Por qué un cargo destacado de un u otro partido tendría que autoengañarse sobre los límites y naturaleza de su función? La pregunta exigiría un seminario para sacar algo en claro, pero apunto tres hipótesis.

En primer lugar, el autoengaño puede servir para desplazar la responsabilidad sobre lo que se hace, sobre lo que no se hace y sobre lo que se hace de manera incorrecta; la conciencia necesita un mínimo de confort en un entorno donde la toma constante de decisiones puede emborrachar. En segundo lugar, el autoengaño es imprescindible para justificar todo lo que no es justificable a primer vistazo, para construir un relato que fundamente la generalización y la normalización social de determinadas actitudes irregulares o claramente poco o nada ejemplares. Y, en tercer lugar, el autoengaño es una forma de supervivencia que elude la autocrítica y la necesaria confrontación entre acciones y principios, hechos y discursos.

Clooney decía, en una entrevista que le hizo Gabriel Lerman y que se publicó en este diario el pasado viernes, algo que todo el mundo ha pensado alguna vez al observar ciertos comportamientos de algunos de nuestros representantes democráticos: «Siempre me sorprende cuán tonta puede ser la gente en política y las cosas que cree que puede hacer con total impunidad. Suele ser el resultado de haber estado mucho tiempo en el poder y de que no haya nadie que te diga que no. Como nadie te ha atrapado, sigues igual, pensando que vas a seguir impune. Hasta que pisas un barranco y caes». Clooney no habla de nuestro país, pero podría hacerlo. Estos días, estamos viendo cosas preocupantes. Se puede hacer carrera política, y a la vez, ser propietario de o tener intereses importantes en empresas que reciben encargos directos de las mismas instituciones donde uno ejerce responsabilidades relevantes. Se puede salir de un cargo de gobierno e ir a trabajar, sin tiempo de barbecho, como directivo a una empresa estrechamente vinculada al área de tu gestión anterior. Estos son ejemplos reales de aquí y de ahora mismo, protagonizados por políticos diversos de partidos bien diferentes.

Mientras el engaño del político es un corrosivo de la confianza del ciudadano en las instituciones, el autoengaño -una vez descubierto- pone en evidencia un juego embrollado de razones oscuras que sustentan la temeridad convertida en hecho cotidiano. En el fondo, ahí late el derecho al reparto del botín del que habla Canetti como la ley primera del clan. Como compensación por las muchas horas dedicadas sin descanso, abnegadamente, a la causa. Quien se autoengaña, cuando es descubierto pisando la raya, invoca las otras vidas que hubiera tenido si no hubiera dedicado los mejores años de su vida al partido, al proyecto. Entonces, la impunidad se disfraza de sacrificio y todas las faltas o irregularidades pueden ser explicadas como efectos colaterales, casi inevitables, de una opción de vida que el hombre de la calle nunca comprenderá, porque no ha tenido acceso a la trastienda extenuante de esta alquimia singular.

Para que el autoengaño prospere, el cinismo debe disolverse. Parece una paradoja pero no lo es. El cinismo mataría a la estrella de la función. El cínico nunca pierde de vista la distancia entre lo que es y lo que tendría que ser, tiene esa lucidez tan higiénica pero al mismo tiempo tan molesta para transmitir autenticidad, que es el metal precioso de la política. En cambio, el político que se autoengaña puede resultar convincente y auténtico porque consigue tragarse su fábula como si fuera la verdad, y prefiere correr el riesgo de parecer un tonto ingenuo absorbido por las obligaciones y el trabajo que cualquier otra cosa. En Los idus de marzo, los personajes acaban aprendiendo algunas cosas importantes sobre ellos mismos. Me temo que, en nuestra película real, sería una exageración esperar tanto de los que forman el elenco habitual.

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