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Francesc-Marc Álvaro | La clau rovellada
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16 may 2012 La clau rovellada

Olvidamos, demasiado a menudo, que la política es una herramienta. La política no es nada más que un instrumento para conseguir algunas cosas. Hoy, podríamos ponernos de acuerdo en que el objetivo esencial de la política democrática es asegurar una vida digna, libre y justa a los ciudadanos. Cuando la política no es democrática, se reduce a una serie de estrategias más o menos violentas para conquistar y conservar el poder. Los políticos de las democracias homologadas son escogidos -en teoría- para hacer funcionar esta herramienta de la mejor manera, en beneficio de todo el mundo y de acuerdo con un contrato que se revisa cada cuatro años.

Consideramos, pues, que la política democrática es una llave. Con esta llave nuestros representantes deben abrir las puertas que haga falta a cada momento. La llave no siempre encaja bien en la cerradura, a veces rasca, a veces se puede torcer, en casos extremos puede romperse. Los políticos competentes utilizan la llave con mano firme y delicada a la vez, saben escuchar el clic de la cerradura e improvisar el movimiento preciso que ayuda a abrir la puerta. La misma llave puede ser fabulosa en unas manos o completamente inservible en otras. Desde 1945, en Europa, la llave de la política democrática ha funcionado bastante bien y ha abierto puertas de dignidad, libertad y justicia a millones de personas. Nosotros llegamos muy tarde, pero ya llevamos bastante tiempo para poder afirmar que el balance es positivo.

¿Qué nos está pasando en estos momentos? La llave de la política democrática se ha oxidado muy rápidamente. Es cierto que nos iría bien tener un buen puñado de líderes como los que impulsaron lo que hoy es la Unión Europea, pero el problema principal es la herramienta. ¿Qué es lo que ha oxidado la llave? Han sido tres agentes los que, combinados de manera especial, la han estropeado: la crisis económica, la corrupción y la pérdida del control del tiempo de las decisiones políticas a causa de la aceleración de la información.

La crisis económica ha mostrado que los políticos intentaban gobernar un mundo global con instituciones locales; la corrupción ha iluminado la desfiguración del interés general en manos de castas neofeudales -el término lo tomo prestado del amigo Puigverd- que sólo velan por su interés particular; y, finalmente, el desconcierto comunicativo de los gobiernos pone encima de la mesa la falta de tiempo para reflexionar a fondo sobre lo que afectará a la gente. Hay que retener que la crisis económica es -cada día que pasa se confirma de manera más evidente- una crisis de la verdad. No sabemos qué proporción de toxicidad real contiene nuestro sistema financiero y eso provoca una desconfianza imposible de contrarrestar. La política no sólo ha permitido que se llegara hasta este punto sino que, en determinados casos, ha impulsado la opacidad y la confusión. La llave, cubierta de óxido, se ha convertido en un objeto desagradable y que remite a la arqueología. ¿Hay que concluir, pues, que la política democrática es una herramienta del pasado?

Los populistas, que tanto proliferan por toda Europa, así lo piensan. Ellos son partidarios de tirar la llave oxidada inmediatamente. El populismo de cariz ultraderechista sueña con un mundo en el cual los gobernantes abran las puertas a patadas mientras el populismo de extrema izquierda propone desmontar todas las puertas de un día para otro. En los dos casos, la política deja de tener sentido porque es una pérdida de tiempo. La llave, entonces, es vista como una reliquia, una cosa que los ciudadanos -pobres crédulos- dejaban en manos de unos cargos electos que casi nunca asumían sus responsabilidades. Lo que ha pasado con Bankia y sus máximos responsables alimenta de manera extraordinaria esta idea, sobre todo la que asocia el político profesional con una combinación destructiva de incompetencia y saqueo tribal. Y no hace falta ser neofascista ni neocomunista para darse cuenta de la diferencia elemental entre vivir para la política y vivir de la política.

Hay otra gente que piensa que, a pesar de todas las enormes dificultades y la desmoralización, hay que intentar sacar el óxido de la política democrática antes de que sea demasiado tarde. Yo soy de estos. Existen tratamientos para salvar objetos oxidados, sólo hace falta voluntad y dedicación, y el convencimiento de que vale la pena seguir utilizando esta llave para tratar de construir una existencia mejor. Si conseguimos eliminar el óxido de esta llave, habrá que aprovechar para reforzarla.

Más allá de las divisiones entre derechas e izquierdas en términos clásicos, parece que se dibuja una nueva fragmentación a raíz de la crisis económica en Europa: es entre partidarios de restaurar la llave de la política y partidarios de tirarla. Esto no es una simple reedición de la raya que antaño separaba a reformistas de revolucionarios o a pactistas de intransigentes. Es una pugna fatigante y muy polarizada que contiene restos de otros combates (entre demócratas y totalitarios, por ejemplo) y elementos inéditos, los propios de una época convulsa y creativa que justo ahora empezamos. Será el periodo en el cual los gobernantes deberán demostrar humildad, aferrarse a la verdad siempre, y practicar una ejemplaridad sin fisuras.

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