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Francesc-Marc Álvaro | Tinguem el valor
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18 jun 2012 Tinguem el valor

Un cuarto de siglo después de la masacre de Hipercor, la sociedad catalana debe tener el valor de preguntarse con sinceridad si ha estado suficientemente al lado de las víctimas de aquel atentado de ETA y de otras víctimas como las del atentado contra el cuartel de la Guardia Civil de Vic. Cuando escribo «la sociedad catalana» quiero decir a cada uno de nosotros, individuos que nos llenamos la boca de libertad, de memoria y de derechos humanos pero que, a la hora de la verdad, hemos dejado demasiado solos -me parece- a los que fueron golpeados por los falsos héroes. Hagamos autocrítica, por favor. Es imprescindible.

Casi todo el mundo se apunta a los ejercicios conmemorativos que tienen que ver con los muertos de los años lejanos de la Guerra Civil y la dictadura, hay una rutina que permite escenificar algunos consensos sobre aquellos tiempos convulsos. En cambio, todo cuesta mucho cuando se trata de rendir homenaje a unos conciudadanos que fueron asesinados en plena democracia por una organización que consideró que todos podíamos ser objetivos de su guerra. Seamos claros: ha fallado un esfuerzo de empatía, de compasión, de piedad. La palabra solidaridad sí la hemos hecho ondear mucho, pero de forma mecánica, inercial.

No hablo, claro está, de los sectores que antes del atentado de Hipercor habían idealizado a los etarras y envidiaban de manera estúpida la dinámica diabólica de una sociedad donde una parte de los ciudadanos debía ir con escolta. No hablo tampoco de los obtusos que, después del fatídico viernes de 1987, continuaban fascinados por una Euskadi donde el principal actor político era una banda dedicada a extorsionar, secuestrar y eliminar físicamente a los que consideraba enemigos de su causa; la vasquitis de ciertos entornos catalanes (y especialmente catalanistas) es una de las efusiones emocionales más ridículas y peligrosas de nuestra sociedad, sobre todo cuando se convierte en mimetismo ingenuo. Hablo de una mayoría social que, quizás por una comodidad ciertamente innoble, no hemos hecho todavía todo lo que hacía falta para que las víctimas de la barbarie puedan superar el trauma moral añadido al dolor físico y psicológico. No creo que hayamos estado a la altura, por ejemplo, de gestos como el de Robert Manrique, que aceptó encontrarse con uno de los terroristas. Me quito el sombrero por cómo Manrique está gestionando este reto y más cuando, en Madrid, hay sectores ultras que se afanan por manipular a las víctimas de manera oportunista y demagógica.

Sabemos que para los supervivientes nada ha sido fácil. Piensen que la indemnización estatal les llegó después de un largo proceso, lo cual representó tener que emplear muchas energías precisamente cuando estas no sobran. Aunque sea tarde, acompañemos como es debido a las víctimas. Se lo debemos.

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