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Francesc-Marc Álvaro | Liberals de plàstic
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17 ene 2013 Liberals de plàstic

La actitud de Depardieu contra el Gobierno francés a raíz de los impuestos que debe pagar el actor ha sido celebrada -medio en broma y medio en serio- por ciertos ambientes de la derecha española a los cuales gusta ir de liberales. He leído y escuchado que el artista tiene todo el derecho del mundo a trasladar su residencia a Bélgica para eludir la presión fiscal y que no pasa nada si acepta dejarse querer por un gobernante como Putin, que le ha ofrecido la nacionalidad rusa. Decidir dejar de ser francés para convertirse en belga o ruso para salvaguardar los intereses individuales es una opción aplaudida por estos supuestos liberales españoles, que no tienen problema alguno en anteponer las razones materiales a cualquier otra consideración. Perfecto. Pero su internacionalismo liberal dura poco rato, porque estos mismos personajes no aceptan la posibilidad de que miles de catalanes -también por motivos económicos y sociales- tengan derecho a decidir poder dejar de ser ciudadanos del Estado español para serlo de un futuro Estado catalán. Si el rebelde es un actor francés, despierta simpatía. Si la rebelión proviene de una parte de la sociedad catalana, despierta el ataque furibundo y el afán de prohibir y meter a gente en prisión. ¿Liberales? Nada de eso.

Algunas cosas que pasan hoy en día en las Españas tendrían otro cariz si el liberalismo hubiera triunfado cuando tocaba en este trozo de mundo. Cuando escribo «el liberalismo» quiero decir dos cosas que, en las sociedades profundamente democráticas, acostumbran a ir juntas: el conjunto de ideas y valores propios del liberalismo político clásico -por ejemplo lo que expuso un pensador como John Stuart Mill- y el arraigo de lo que entendemos como actitudes verdaderamente liberales: respeto por el otro, no prohibir ningún debate, revisar críticamente siempre las propias ideas, admitir que el adversario tiene una posición tan legítima como la propia, y aceptar la voluntad popular expresada democráticamente. Esta es la fortaleza del liberalismo como método, que puede parecer debilidad si se compara con la mecánica heredera de las tradiciones totalitarias. El liberal tiene convicciones pero está obligado a dudar para evitar traicionarse a sí mismo, es una garantía que intenta evitar el dogmatismo. Por eso resulta tan ridículo y tan inquietante ver que, sobre todo en Madrid, aparecen unos autodenominados liberales que actúan como grandes inquisidores.

Las ideas liberales no arraigaron en las Españas mientras lo hacían en otros lugares y, por mucho que se conmemore la Constitución de 1812, la cultura política oficial es la que es. Los liberales clásicos nos enseñan que hay que fundamentar la convivencia en la ley nacida del pacto y, por lo tanto, ser liberal significa defender normas que organicen los poderes de manera justa, racional y equilibrada para evitar los abusos y las arbitrariedades. Antes que servidor fanático de unas leyes inamovibles y sagradas, el liberal es un constructor inteligente de la política que las hace posibles. Quiero decir que el liberalismo no confunde la prelación y, por lo tanto, asume que la ley siempre es un instrumento forzosamente contingente y flexible al servicio de la política, que es el arte de tomar decisiones en comunidad, establecer el interés general y resolver los conflictos civilizadamente. La transición democrática fue, entre otras cosas, una operación histórica que alcanzó sus objetivos porque retorció las leyes que existían en 1975 como un alambre, sin manías, al servicio de una política nueva.

Ha pasado el tiempo y hoy demasiada gente ha olvidado la gran lección de aquella época, cuando la política -y no las leyes mitificadas o momificadas- era el centro del debate. Ahora, diariamente, hay quien se viste con la toga sacerdotal del vigilante de las santas escrituras para decirnos si esto o aquello cabe en la Constitución de 1978, y también aparecen los que van repartiendo en abundancia etiquetas de ilegalidad sobre palabras, proyectos y personas, con un sentido de exclusión tan acusado y hostil que cualquier liberal clásico vería que la joven democracia española corre el peligro de desfigurarse a sí misma muy fácilmente. Mientras, fijémonos que el acuerdo al cual han llegado los gobiernos británico y escocés para celebrar un referéndum en Escocia el 2014 responde a una tradición liberal que adapta de modo excepcional la norma para dar una salida a una demanda política formulada democráticamente. Es como si Cameron sí hubiera tenido en cuenta la regla que dominó la transición: las leyes se hacen y deshacen según cada contexto histórico para garantizar el ejercicio de la política.

Hay poco liberalismo en los dos grandes partidos españoles y en la cultura política de las grandes mayorías que articulan la España de matriz castellana. Una prueba la tenemos en cómo salen de la política determinados altos dirigentes populares y socialistas después de años de ejercer responsabilidades públicas. Es poco liberal y poco ejemplar en tiempos tan duros como estos -aunque sea perfectamente legal- que figuras que han hecho carrera en el Gobierno y en organismos internacionales acaben destinadas mágicamente a lugares de privilegio como grandes ejecutivos de compañías multinacionales que -casualmente- fueron privatizadas o favorecidas por decisiones oficiales. Privatizar -lo que se ha hecho sistemáticamente en España desde hace algunas décadas- no es lo mismo que liberalizar. Desgraciadamente, los usuarios de muchos servicios podemos dar fe que dejar de depender de una empresa pública no ha representado siempre entrar en la excelencia. Quien sabe si, en el futuro, todo esto habrá cambiado. De momento, el liberalismo todavía es una remota posibilidad en España y, cuando parece que finalmente llega, acostumbra a ser otra cosa. Incluso la caricatura de una nostalgia o la coartada para perpetrar algunos bailes de máscaras.

 

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