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Francesc-Marc Álvaro | La pregunta d’Ònega
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11 feb 2013 La pregunta d’Ònega

Fernando Ónega hacía, el martes, una pregunta muy interesante: «¿Eso de la corrupción beneficia o perjudica el proceso de construcción del Estado catalán?». El veterano colega subrayaba la contradicción entre Mas y Junqueras al analizar la cuestión, porque el primero ve en ello un obstáculo mientras el segundo -piensa Ónega- insinúa que en una Catalunya independiente no habría corrupción. Más allá de lo que declaren ambos líderes, aquí va mi respuesta.

Escribí el día 31 que «resulta evidente que el nuevo soberanismo es también el clamor de unas clases medias que exigen regeneración, transparencia y una nueva manera de hacer política». No se puede entender el protagonismo del nuevo soberanismo transversal si no se tiene en cuenta esta demanda de una democracia de más calidad y más participativa, en la que los partidos e instituciones se transformen en herramientas más abiertas a las demandas del ciudadano, a la vez que los cargos electos atienden más y mejor a los electores. La mayoría de los que se declaran independentistas quiere también una democracia catalana que evite los vicios, errores y déficits de la actual democracia española. El paso del catalanismo político al soberanismo práctico incluye el discurso de la profundización democrática que crece en las sociedades desarrolladas. Eso no significa que todos los soberanistas piensen, ingenuamente, que un futuro Estado catalán será automáticamente más civilizado, más justo y más riguroso que el español. El hecho no es nuevo: a principios del siglo XX, el catalanismo propugnaba una España saneada y moderna, liberada del caciquismo.

Vuelvo a la pregunta de Ónega. La corrupción, al estar presente en Catalunya y el conjunto de España, es un factor que acelera tanto como frena el soberanismo. Lo acelera porque confirma la necesidad del divorcio de una estructura enferma dentro de la cual los dos grandes partidos y los poderes fallan escandalosamente. Y lo frena porque las sombras de corrupción también se proyectan sobre la principal formación catalana, CiU, y sobre el otro partido central, el PSC. Además, al ser CiU la fuerza del Govern y la principal del bloque soberanista, el asunto se complica porque anima una incierta reconfiguración de apoyos sociales. Tal como ilustran los últimos comicios, ERC se beneficia del desgaste de CiU a la vez que surge una pequeña formación, la CUP, que quiere superar por la izquierda las «mans netes» de los republicanos. Pero no se puede perder de vista que, a fecha de hoy, sin Mas ni CiU, el soberanismo volvería a cifras testimoniales. Por eso vendrá un momento -espero que pronto- en qué Mas deberá tomar decisiones duras dentro de su partido y federación, para que algunas rémoras no acaben hundiéndolo a él y a su proyecto, que ya no es sólo suyo sino de mucha gente que -por cierto- no tolera ni un gramo más de porquería.

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