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Francesc-Marc Álvaro | Lliçons de Lincoln
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14 feb 2013 Lliçons de Lincoln

De nuevo, la nación con una historia más breve nos sorprende con una obra artística que ilumina de manera espléndida el pasado. La capacidad de los norteamericanos para explicarse y reflexionar sobre la memoria colectiva -desde registros épicos hasta registros críticos- es envidiable. Steven Spielberg lo hace de manera magistral en su última película, Lincoln, una de las mejores contribuciones del séptimo arte a la exploración seria de los laberintos embrollados de la alta (y la baja) política. La coloco junto The fog of war, un documental imprescindible de Errol Morris sobre la figura del secretario de Defensa Robert S. McNamara, y de títulos de referencia como Tempestad sobre Washington, El mejor hombre o la serie El ala oeste de la Casa Blanca.

La obra de Spielberg rehúye los planteamientos esquemáticos y apuesta por mostrarnos con toda su complejidad un proceso difícil de toma de decisiones -en medio de una guerra civil- de alcance histórico, donde las personas que intervienen actúan siempre cerca del abismo trágico al cual nos aboca la necesidad de elegir entre varias alternativas inciertas, la mayoría altamente problemáticas cuando no nefastas. La cinta es, también, un retrato de los intestinos de la democracia americana en el momento de su peor crisis.

Pero no se equivoquen: los hechos que Spielberg cuenta con una mirada tan sutil como rigurosa no dan lugar a un mero ejercicio de recreación histórica, al contrario. Lo que sucede en Lincoln habla también de nosotros, ciudadanos de otro lugar y otro tiempo que, aparentemente, tiene muy poco que ver con Estados Unidos en 1865. Como pasa con todas las obras que nacen con la aureola de clásico, esta película va más allá de su estricto asunto y consigue provocar preguntas y cavilaciones sobre todo lo que ahora mismo conforma nuestra acelerada actualidad, la de las cosas que gobierna Obama y la de las cosas que gobiernan los que tienen esta responsabilidad en Barcelona, Madrid y Bruselas. Con su permiso, me permito extraer cinco lecciones del trabajo dirigido por Spielberg e interpretado ejemplarmente por Daniel Day-Lewis.

1. Un líder de veras está más allá de las recetas sobre liderazgo. En una época como la nuestra, en la que prolifera la venta de las fórmulas de liderazgo exprés, una figura como la de Lincoln podría desconcertar a más de uno. Hoy se habla constantemente de la fabricación de líderes mientras otros hacen apología del no liderazgo en beneficio del grupo o la multitud. La película no retrata a un superhéroe sino a un hombre normal que -dotado de una determinación que nunca es ciega- se compromete con unos objetivos y organiza cómo alcanzarlos. El presidente republicano hacía buenos discursos, pero su autoridad provenía, sobre todo, de sus acciones. Algunos todavía ignoran esto.

2. La consecución de una causa justa incluye, más veces de lo que parece, el pacto con el diablo, para decirlo a la manera de Max Weber. Para conseguir la aprobación por parte del Congreso de la enmienda constitucional que debe abolir la esclavitud en toda la Unión, Lincoln acepta que sus colaboradores compren algunos votos de representantes demócratas, a cambio de cargos públicos y otras prebendas. Estamos ante una corrupción -¿pequeña o grande?- que se pone al servicio de un ideal superior que representa el bien. El dilema está servido. ¿Puede salir algún tipo de bien de un proceso donde el mal tiene una función instrumental decisiva? Entre nosotros, donde la respuesta al cinismo desbocado tiende a ser el imperio de las convicciones puras, habría quien querría imputar a Lincoln.

3. Los pueblos nunca están preparados para los grandes retos, si se escucha a los que viven en la espera permanente. Hace un siglo y medio, había sectores que, a pesar de sostener sinceramente que la esclavitud era una institución execrable, pensaban que Lincoln quería correr demasiado, porque creían que ni blancos ni negros estaban preparados todavía para la abolición. La respuesta del presidente fue rotunda: no había otro momento mejor que aquel presente que estaban viviendo, convulso y agitado, dramático. La esclavitud no podía continuar ni un día más, porque era moralmente inaceptable, políticamente explosiva y económicamente anacrónica.

4. Las pequeñas traiciones salvan los proyectos y permiten que la política vaya horadando los obstáculos. Entre los abolicionistas radicales, los demócratas del sur que se oponían a cualquier cambio y los republicanos que querían que la esclavitud dejara de frenar el capitalismo impulsado desde el norte, Lincoln tuvo que fijar su posición de manera pragmática, lo cual le hacía sospechoso a ojos de todo el mundo: unos le veían demasiado reformista y otros demasiado conservador. Para hacer jugar una mayoría social a su favor, vinculó el fin de la esclavitud al fin de la guerra. Supo controlar el tiempo de los acontecimientos.

5. El perdón, en política, no es un gesto sino una estrategia responsable para desarmar el futuro. Lincoln no dictó medidas revanchistas contra los estados secesionistas al fin de la guerra, trabajó por la reconstrucción y la reconciliación. Fue generoso, porque era consciente de las debilidades de una nación que debía romper muchos muros todavía, hasta llegar a ser el gran sueño que anunciaba al resto del mundo.

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