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Francesc-Marc Álvaro | Quaranta anys de titelles
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18 jul 2013 Quaranta anys de titelles

Ahora todo el mundo habla de industrias culturales, pero hubo un tiempo en que esta expresión no se utilizaba y las cosas eran y se hacían de otra manera. En las postrimerías del franquismo, podían pasar hechos extraordinarios en medio de muchas incertidumbres, esperanzas y miedos. Podía nacer, por ejemplo, una compañía de teatro de marionetas de la mano de gente muy joven. Así fue como surgió L’Estaquirot, una de las muchas aventuras culturales que sirvieron para abrir las ventanas de un país que necesitaba aire fresco. Ante un panorama lleno de noticias malas, un 40.º aniversario feliz es un acontecimiento que merece un comentario. Para evitar el pesimismo y para recordar que también hay buena gente que nos hace la vida más habitable.

«El año 1973 -escriben los miembros de L’Estaquirot en un librito conmemorativo editado para la ocasión- teníamos 17 años, una edad fantástica para hacer actividades, para salir, para ver cosas, para hacer teatro, para experimentar… A raíz del primer festival de marionetas de Barcelona y quizás por casualidad, descubrimos un nuevo arte, con muchas más posibilidades de las que pensábamos. Era a finales de la dictadura, teníamos muchas ganas de expresarnos y de explicar cosas en nuestra lengua, que nos había sido vetada incluso en la escuela. Fue así que empezamos a preparar un espectáculo; escribimos unos cuentos y unas canciones y construimos unas marionetas y unos cabezudos muy rudimentarios. La aceptación del público nos animó a seguir; nos contrataban para actuar en plazas y calles, y también en teatros. Sin darnos casi cuenta de ello, se convirtió en nuestro trabajo…». Esta es, muy resumida, la arrancada artística de unos jóvenes de Vilanova i la Geltrú que, antes de que llegara la democracia, y mucho antes de las subvenciones (que ahora han desaparecido) y de los gestores culturales (que tanto mandan y dictan), y mucho antes también del desencanto, la posmodernidad y las redes sociales, salieron a comerse el mundo y construyeron una pequeña utopía realizable desde los patios de las escuelas y las fiestas mayores, allí donde la libertad se empezaba a filtrar, poco a poco.

Las fotografías nos muestran a unos titiriteros con aspecto de hippies de California corriendo de un lugar a otro en una pequeña furgoneta. Una nueva cultura aparecía a través del teatro, la música, las fiestas populares, la literatura… Hervían las asociaciones de vecinos y crecía el movimiento de renovación pedagógica mientras los partidos se preparaban para el futuro. Llegaban ideas y actitudes de fuera, una nueva manera de entender la vida que ponía en crisis lo que pensaban los adultos, pillados entre las inercias de una estrenada sociedad de consumo y las hipocresías de un régimen basado en la amenaza y el palo. El ansiado norte estaba más cerca, y cada vez resultaba más difícil para los censores detener la biología. Oriol Pi de Cabanyes escribía Oferiu flors als rebels que fracassaren mientras el futuro ministro Piqué, entonces universitario, militaba en el PSUC. El cabello se llevaba largo y se fumaba en las aulas.

En este magma de cambio histórico, aparece la creatividad de L’Estaquirot, artistas que, con el tiempo, acaban convertidos en pequeños empresarios pero empiezan pasando el sombrero entre el público. Cada generación quiere inventar el mundo, pero antes de Verkami y del crowdfunding también había locos apasionados que se tiraban a la piscina con la ayuda sólo de parientes y amigos. Antes de que la palabra emprendedor fuera un tópico, había quien emprendía porque quería hacer reales sus sueños. El ejemplo de L’Estaquirot -como el de otros grupos que brotan a primeros de los setenta- es una lección para los tiempos que corren, precarios. Convencidos de que podían hacer cosas nuevas, aquellos titiriteros, músicos, pintores, poetas y actores contribuyeron a cambiar la fisonomía de nuestra sociedad. Igual -no menos- que nuestros políticos, que salían de la clandestinidad. La recuperación de la democracia no fue sólo una transición de un sistema a otro, fue una transformación de actitudes y de referentes. Quizás, en cambio, no fue un relevo de valores tan profundo como pensábamos, a la vista de según qué desperfectos.

Hoy, L’Estaquirot son Olga Jiménez, Albert Albà (conocido por todos como Bertu) y Núria Benedicto. Durante cuatro décadas, además de estos tres incansables, muchos otros han aportado su talento y su esfuerzo a esta aventura. Cuando empezaron a dedicarse a la farándula, los obligaron a apuntarse al Sindicato Nacional del Espectáculo. Ha llovido mucho desde entonces, pero se les ve frescos y con ganas, sin que el oficio adquirido haya matado la curiosidad. Después de más de 8.700 funciones, mantienen intacta la ilusión de crear nuevos espectáculos, buscando el riesgo de la investigación y la conexión con el público. Si tuviera que decir sólo un atributo positivo de su trabajo, mencionaría el respeto a la inteligencia de grandes y chicos con que preparan y ejecutan sus obras. El respeto de quien sabe que la cultura cumple su misión cuando logra hacer ciudadanos más libres.

Es gracias a la continuidad de una labor cultural surgida contra un mundo que se hundía que hoy tenemos una sociedad menos idiota, a pesar de algunas decepciones. Tengámoslo claro.

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