ajax-loader-2
Francesc-Marc Álvaro | Quanta veritat voleu?
4926
post-template-default,single,single-post,postid-4926,single-format-standard,mikado-core-2.0.4,mikado1,ajax_fade,page_not_loaded,,mkd-theme-ver-2.1,vertical_menu_enabled, vertical_menu_width_290,smooth_scroll,side_menu_slide_from_right,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.5,vc_responsive

13 feb 2014 Quanta veritat voleu?

El doctor Peter Stockmann nos espera. ¿Seremos lo bastante valientes para escucharlo? Hasta el 22 de febrero y en el Teatre Lliure de Montjuïc podemos prestar atención a lo que nos tenga que decir el protagonista de Un enemic del poble, la obra de Ibsen que han adaptado Juan Mayorga y Miguel del Arco, con dirección del segundo. De las muchas y graves averías del sistema que denuncia el texto del clásico noruego -la corrupción, la manipulación de la opinión pública, la estrechez de miras de ciertas élites- sobresale, a mi parecer, un asunto que hoy es mucho más inquietante que durante la época victoriana, y que se puede resumir así: ¿cuánta verdad quieren para poder vivir?

El doctor Stockmann -interpretado aquí con la vehemencia justa por un Pere Arquillué muy convincente- es un hombre que paga un precio muy alto por decir la verdad a sus conciudadanos. Eso lo convierte rápidamente -con la ayuda de los que controlan la información- en un enemigo del pueblo. Ibsen, que escribía esto en el último tercio del XIX, peca de aristocratismo intelectual y tiende a dibujar una masa formada por individuos sin capacidad de dudar, prisioneros de las consignas de unas autoridades que les hacen bailar como marionetas. El héroe de Ibsen choca contra una amalgama compacta de ignorancias y de intereses que hacen imposible abordar la realidad seriamente. El corto plazo mueve las fuerzas de la sociedad de la que forma parte el doctor Stockmann, una actitud autodestructiva.

Hoy -quiero pensar- sería más fácil que la verdad sobre las aguas contaminadas del balneario que dirige Stockmann saliera a la luz. Más fácil no quiere decir menos complicado, sólo significa que la gente no sería tan unánime ni tan crédula, que habría más voces disidentes que apoyarían al denunciante. Pero tenemos dos circunstancias que nos impiden mirar a los coetáneos de Ibsen con demasiada satisfacción y superioridad. Primera: la acumulación de información actual satura y agota a la ciudadanía, lo cual puede desanimar la participación democrática porque mezcla todos los hechos en un caos indescifrable que invita a la pasividad. Segunda: hemos sustituido la palabra verdad por el término transparencia, como quien utiliza una medalla de Santa Rita para protegerse del mal de ojo; la transparencia empezó siendo una exigencia y puede acabar como coartada para la desfiguración premeditada.

Por ejemplo, todas las empresas alardean hoy de ser transparentes, pero los tejemanejes del recibo de la luz o los trapicheos de las preferentes no son otra cosa que una ocultación sistemática de la verdad mínima imprescindible a la que tiene derecho cualquiera que contrata un servicio o adquiere un producto. Por no hablar de las administraciones, que hacen bandera de la transparencia a la vez que obran sin miramientos y alejan sus decisiones más sensibles del control y de los contrapesos mínimos. Es como si la transparencia fuera un ritual que, una vez celebrado, permitiera gobernar sin necesidad de escuchar lo que dice la gente, una actitud que las mayorías absolutas facilitan de manera escandalosa. Confundimos la transparencia con jugar a obtener imágenes de una declaración ante un juez, felices con un caramelo robado. Lo ha explicado muy bien Byung-Chul Han, que relaciona la transparencia con la pospolítica: «La hiperinformación y la hipercomunicación dan testimonio de la falta de verdad, e incluso de la falta de ser. Más información, más comunicación no elimina la fundamental imprecisión del todo. Más bien la agrava».

Vuelvo al asunto que empezó a inquietarme después del estreno de Un enemic del poble: ¿cuánta verdad quieren para poder vivir? Para ser más preciso, debería hacer la pregunta así: ¿cuánta verdad quieren para poder vivir con tranquilidad? Quizás no les guste, porque parece que la respuesta va implícita. De acuerdo. Cambio la cuestión: ¿cuánta verdad quieren para poder vivir con dignidad? Lo siento. Modifico la pregunta y, entonces, altero el marco de interpretación. Dependerá de qué valor desean que domine. ¿Libertad? ¿Igualdad? ¿Estabilidad? Vivir engañado es una estrategia de supervivencia.

Metido en este jardín, me resulta fácil mencionar -no sin pereza- el polémico caso de la publicación o no de las balanzas fiscales, como ejemplo de la obscenidad estructural de quien tiene la información más codiciada y, de manera pública, admite que una dosis demasiado alta de verdad puede causar estragos. Como hacen los enemigos del doctor Stockmann. ¿Cuánta verdad puede soportar España? Según Montoro, poquísima; lo dijo con la pura inocencia de un niño. Es una mala noticia. Por eso el ministro delega la cocina de su transparencia a un académico que nos quiere bien tranquilos. Pospolítica, ya lo decíamos.

¿Cuántas verdades relevantes para nuestras vidas no llegan a saberse nunca? Esta es la pregunta clave y necesaria de cualquier democracia que pretenda mantenerse más o menos sana. Algunos pensaron que Wikileaks era la solución perfecta contra el abuso de los poderes, pero ahora sabemos que las acciones de Assange -cuyo mérito no niego- forman parte más de una exaltación de la transparencia que de una comprensión útil de la verdad. Para descubrir la verdad hay que encontrar antes el sentido de miles de datos que nos marean.

Etiquetas: