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Francesc-Marc Álvaro | La força i la foto
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06 nov 2014 La força i la foto

La pregunta política más importante que deberá responder el Gobierno entre hoy y el domingo es la siguiente: ¿cuánta fuerza aplica sobre Catalunya para evitar que se pueda desarrollar la nueva consulta alternativa del 9-N? Los poderes del Estado español tienen muchos instrumentos de fuerza y los pueden utilizar con más o menos intensidad. Podemos hacer conjeturas y suposiciones, pero no sabemos -en este momento- si la Fiscalía ordenará, por ejemplo, que la policía (agentes autonómicos o de los otros) impida entrar en los institutos donde se tiene que votar, que los funcionarios implicados sean sancionados, o que se inhabilite al president. Madrid, que inicialmente despreció el proceso participativo que se ingenió Mas después de la primera suspensión, sabe que el ejercicio del domingo cuestiona abiertamente la autoridad de los poderes del Estado y que eso tiene como base una alianza inédita entre una parte importante de la ciudadanía catalana y el Govern, que también es oficialmente Estado, según la misma Constitución de 1978 que se invoca para impedir un referéndum pactado al estilo escocés.

Rajoy podía haber considerado que con una primera suspensión sobre el 9-N de la ley de consultas ya bastaba para ganar por puntos esta batalla, pero no ha sido así. El motivo de fondo de la nueva impugnación ya lo hemos explicado: el presidente español es prisionero de los discursos de su partido y de aquellos sectores más duros de la derecha que tienen ganas de acusarlo de blando y de tibio ante el peligro catalán. Con este cuadro, parece que el objetivo que preside todas las acciones del Gobierno es ganar por KO el próximo domingo, de tal manera que quede claro, rotundamente, quién manda en Catalunya, para decirlo como los castizos. Y sobre todo, que se vea que el Govern da un paso atrás y que, por lo tanto, renuncia a figurar oficialmente como paraguas y cómplice de una revuelta que Madrid dice que sólo tolerará si se puede reducir narrativamente a una protesta civil articulada por la ANC y Òmnium. Como ciertos ministros todavía utilizan categorías de análisis propias de la guerra de Cuba, todo acaba en un planteamiento tan primario como rancio: humillar al Govern Mas para evitar la humillación del Gabinete Rajoy.

En términos reales de política del siglo XXI, el Madrid oficial ya ha perdido, pase lo que pase el domingo. Lo explicaba muy bien ayer el siempre lúcido Ferran Sáez en un artículo en el diario Ara: «Hemos ganado porque nuestra sociedad no se ha partido en dos mitades antagónicas e irreconciliables». Y porque el método del soberanismo ha sido en todo momento impecablemente democrático y pacífico, festivo y respetuoso con todo el mundo, incluso con los que cada día nos llaman nazis, etarras, mafiosos o idiotas. Incluso con ilustres colegas que estos días nos ofrecen un festival de piezas que hay que guardar, para certificar que, ante el 9 de noviembre, gente muy leída optó por la rabia y enterró toda vocación de análisis. Una verdadera pena, sobre todo para sus lectores.

El soberanismo catalán sólo tiene gente, determinación y habilidad comunicativa. Ante el poder condigno del Estado español, la revuelta catalana se basa en hacer llegar al mundo tres ideas a la vez: existe una nación catalana; esta nación quiere votar para decidir su futuro; y una parte muy grande de los que quieren votar tienen el proyecto de crear un Estado independiente para vivir mejor. Mientras el Madrid oficial lo basa todo en amenazar a la sociedad catalana para que no se mueva ni un milímetro, el soberanismo parte de la premisa de que hoy el poder se debe distribuir de manera diferente de como se hacía treinta o cuarenta años atrás. Catalunya es ahora un ejemplo especial de empoderamiento de la ciudadanía en el marco de una Europa que ha visto morir, a golpe de crisis global, el dogma de una soberanía inmutable. Que la oleada soberanista forma parte del espíritu general de esta época más que de una pulsión tribal es algo que han constatado observadores terceros muy afinados. De ahí también proviene una parte de su atractivo.

Ante la fuerza de los poderes españoles, el soberanismo sólo tiene la capacidad de hacerse fotografías multitudinarias que puedan superar el peso de la violencia legal y simbólica del campo adversario. Estas fotos resquebrajan el poder condigno de Madrid y, de hecho, lo hacen irrelevante. Por eso las personas que saldremos a votar el domingo no tenemos miedo y hemos conseguido ser bastante impermeables a las constantes advertencias que nos llegan de los palacios ministeriales. Somos conscientes de la fuerza que tiene el Estado pero también somos conscientes de que podemos construir otra fuerza (serena y tranquila) cuando muchos salimos a la calle y pedimos lo mismo. El domingo nos haremos la foto: será de gente que vota o será de gente que quiere votar y no se lo permiten. En ambos casos, ganaremos. Es cierto que no será un referéndum, pero se trata de un ejercicio que tendrá un impacto político de primer orden, dentro y fuera de Catalunya.

Yo votaré pensando en mi abuelo murciano, que vino muy joven a nuestro país, para tener derecho a un futuro y no tener que bajar la cabeza ante los señoritos. Votaré sin miedo y sin rencor, y pensando también en mis hijos, por descontado.

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