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Francesc-Marc Álvaro | Sydney, Peshawar, Dresden
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18 dic 2014 Sydney, Peshawar, Dresden

En el 2004, a raíz de los terribles atentados del 11-M en Madrid, quedó claro que el mundo -nuestro mundo- había cambiado de una manera que todavía no podíamos acabar de entender. Muchos europeos pensaban que la megamuerte del 11-S del 2001 en Nueva York era una historia exclusivamente americana que no interpelaba a las gentes del Viejo Continente. Estaban equivocados. De sopetón, hace diez años, tuvimos que ponernos al día sobre fenómenos que trastocaban nuestras confortables categorías de análisis. Sí, no podíamos simular que la tragedia no iba con nosotros: hay un fanatismo armado que actúa a escala global y que ha decidido que el mundo entero es un campo de batalla. Las policías y los servicios de inteligencia de los estados europeos intensificaron su tarea para controlar, prevenir y desarticular una amenaza sin precedentes. Mientras, fruto de ciertas decisiones políticas, rebrotó el clásico debate entre libertad y seguridad, una discusión apasionada que servía para preguntarnos quiénes éramos y de qué forma el otro intentaba cambiar nuestra manera de vivir. Pasado algún tiempo, la mayoría nos relajamos y confiamos en que las autoridades hacen su trabajo. No tomamos cada día el tren pensando que volaremos por los aires, afortunadamente. Vivir en permanente estado de alerta es muy cansado y tiende a alimentar fantasmas.

Pero, más allá de nuestra experiencia, no podemos negar que esta extraña guerra continúa. Hay quien considera que este término es exagerado. Ralf Dahrendorf quería enfriar la cuestión y escribía que «se trata de terrorismo, no de una guerra, sea esta fría o sangrienta», pero también afirmaba que «hay un islam revivificado que está marcado, entre otras cosas, por su enemistad contra Occidente y todo lo occidental; ha sido proclamada una especie de guerra santa, una yihad, contra Israel, Estados Unidos y Occidente en general». ¿En qué quedamos? ¿Estamos o no estamos en guerra?

El secuestro que ha tenido lugar en un café de Sydney, en Australia, a cargo de un clérigo musulmán ha devuelto a las portadas de todos los medios una idea inquietante: no hay retaguardia posible donde esconderse, por todas partes puede materializarse el terror yihadista, sólo hace falta que un hombre se lo proponga. La también reciente matanza de escolares en una escuela de Peshawar, en Pakistán, a manos de talibanes, nos ha golpeado de manera extraordinaria como lo hacen las imágenes de las ejecuciones que difunden los terroristas del Estado Islámico en Siria e Iraq, entre los cuales hay jóvenes que provienen de países europeos. Más allá de cada circunstancia concreta, lo que une estos acontecimientos es una misma concepción totalitaria, basada en una lectura extremista de una fe que es abrazada como proyecto político que tiene que imponerse planetariamente. Lo describió muy bien -con ironía- el escritor israelí Amos Oz al analizar Al Qaeda: «Al final, hay que convertir a Occidente. Sólo prevalecerá la paz cuando el mundo se haya convertido no ya al islam, sino a la variedad más rígida, feroz y fundamentalista de islam. Será por nuestro bien. Bin Laden nos ama esencialmente. El 11 de septiembre fue un acto de amor. Lo hizo por el nuestro bien, quiere cambiarnos, quiere redimirnos». En la escuela de Peshawar los asesinos perdonaron la vida a los niños que habían sabido recitar la kalima, los seis mandamientos que se memorizan en las escuelas coránicas pakistaníes.

¿Hay alguna conexión entre todas estas noticias terribles y lo que está pasando, por ejemplo, en Dresde? Sería absurdo negarlo. Las manifestaciones de la plataforma Pegida (Europeos Patrióticos contra la Islamización de Occidente) que tienen lugar en la capital del land de Sajonia preocupan a las autoridades y a muchas personas, sobre todo porque no son una iniciativa de los grupos neonazis de siempre, sino otra cosa: clase media asustada y enfadada con los políticos, que protesta contra supuestos abusos de los inmigrantes económicos y de los demandantes de asilo. El manual dice que estamos ante un caso de populismo xenófobo que podría evocar las peores páginas de la historia. Al lado de estas manifestaciones también hay otras que apuestan por la apertura y la integración. ¿Qué hace ante esto un gobernante? La captación de jóvenes alemanes, británicos o catalanes por parte de grupos yihadistas no ayuda a mantener la calma. La alarma ante un fanatismo puede despertar nuestro fanatismo. Los fanatismos se retroalimentan. Oz nos avisa de que «el fanatismo comienza en casa». Que Sajonia no sea el land con más porcentaje de inmigrantes ni el de más población musulmana indica la complejidad del cuadro. Y la dificultad para despachar el problema con diagnósticos simples.

Cualquiera de nuestras ciudades puede ser Sydney y Dresde, a pesar del trabajo de los expertos policiales. Los dos peligros existen. Que después del 11-M la sociedad española no haya producido su Pegida es un éxito que hay que celebrar pero no podemos despistarnos. Plataforma per Catalunya es marginal pero el actual alcalde de Badalona no tuvo manías en utilizar, en campaña, mensajes que tendían a criminalizar algunos colectivos extranjeros. Todo es muy frágil cuando nos sentimos amenazados. Seamos responsables y mantengamos la cabeza fría, porque no hay soluciones mágicas.

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