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Francesc-Marc Álvaro | Política de politòlegs
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08 ene 2015 Política de politòlegs

Tengo la impresión -y algo más- que la actual política en las Españas (incluida todavía Catalunya) empieza a ser un producto más de politólogos que de políticos. Quiero decir que nos encontramos con proyectos políticos que tienen el aroma de los laboratorios académicos donde la política se estudia muy a menudo como una realidad de la cual se obvian o se minimizan los factores humanos, casuales y aparentemente anecdóticos que, en cambio, explican muchas de las decisiones que se toman en los lugares donde hay algún tipo de poder. No lo digo sólo por el protagonismo de una nueva opción como Podemos -construida y liderada por profesionales de la Ciencia Política- o por el ascendiente de muchos asesores o spin doctors en partidos convencionales. Lo digo por la presencia emergente de los politólogos en la administración pública y sus zonas adyacentes o en espacios mediáticos en el papel de nuevos adivinadores del futuro, tarea siempre mal vista y reservada antiguamente a periodistas y economistas, gremios de mala fama y sin posibilidad de redención.

Antes de seguir diré que tengo amigos politólogos y que mi formación no es extraña al conocimiento que estos especialistas generan. Respeto y leo a determinados politólogos de aquí y de fuera, de la misma manera que hay otros que no me interesan. Como periodista, y como periodista que escribe de manera preferente de política, sé que periodistas y politólogos observamos y explicamos el mismo objeto con ojos y metodologías distintas, lo cual nos hace colaboradores más que competidores. El buen periodismo político no puede prescindir del análisis académico de los fenómenos que narra, del mismo modo que la ciencia política que quiere iluminar un problema debe tener presente a menudo lo que ha dicho la prensa al respecto. Con todo, podríamos aceptar que la diferencia entre un académico y un analista de periódico se puede resumir con las palabras sabias de Max Weber, que fue hombre de ciencia y periodista político, y sobrevivió a esta dicotomía.

Poco después de la Primera Guerra Mundial, el intelectual alemán escribe que, a diferencia de la vida del científico, la del periodista es una vida «azarosa desde todos los puntos de vista y está rodeada de unas condiciones que ponen a prueba la seguridad interna como quizás no lo hace ninguna otra situación». El reciente atentado de los fanáticos contra la revista Charlie Hebdo no desmiente esta idea, al contrario. Autocrítico sin caer en el cinismo ni la autoindulgencia, Weber emite un juicio que podemos aplicar a nuestro tiempo: «Lo asombroso no es que haya muchos periodistas humanamente descarriados o despreciables, sino que, pese a todo, se encuentre entre ellos un número mucho mayor de lo que la gente cree de hombres valiosos y realmente auténticos». Con o sin Twitter, con o sin tertulias, con o sin publicidad, el periodismo siempre ha sido un sospechoso habitual del sistema.

Los politólogos, por el contrario, no son sospechosos, se les ve -ahora y aquí- como médicos potenciales de la democracia, una especie de sanadores proverbiales, una especie de brujos que poseen los arcanos de un universo cada día más oscuro para el conjunto de la ciudadanía, habitualmente irritada y desconcertada por las disfunciones del sistema. Dentro y fuera de los partidos y las administraciones, el politólogo ha recogido hoy la antorcha que durante la segunda mitad del siglo XX llevaron economistas, demógrafos, urbanistas y profesionales similares, todos al servicio de la planificación y la gestión de unos estados del bienestar que daban respuesta a realidades sociales básicas como la salud, la educación, la vivienda, las infraestructuras o las pensiones. Los gobiernos democráticos a partir de 1945 -y las dictaduras que como la española querían perdurar- confiaron la base de sus políticas a una especie de académicos que se distinguían por la mentalidad planificadora y por la voluntad de anticiparse a los problemas.

Los politólogos -y sus primos, los sociólogos electorales- que entran en los despachos del poder son, esencialmente, expertos en conseguir votos. Son especialistas en la manera como se ganan elecciones, conocedores de las artes que transforman palabras, acciones y gestos en victorias. Sé que hay politólogos que estudian muchos otros asuntos, pero son los que manejan las herramientas y las claves de la competición electoral los que hoy han tomado un papel predominante y los que desplazan a los sabios tradicionales que pensaban la política desde otras categorías, más vinculadas a las artes de gobernar que al arte de conquistar el gobierno desde la campaña perpetua. Esto tiene relación directa con la mirada sobre los problemas reales de la gente que el técnico proporciona al político de turno. El economista hablaba, sobre todo, de crecimiento, distribución de la riqueza y cohesión social. ¿De qué habla el politólogo?

Vivimos el boom de la política de politólogos. La moda empezó en España con el popular Pedro Arriola y llega a su momento de máximo esplendor con Monedero y el resto de los que rodean a Iglesias. No es simplemente que los vendedores hayan usurpado el lugar de los fabricantes de políticas: han descubierto que el juego consiste en acertar el framing y ser persistente.

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