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Francesc-Marc Álvaro | Quan necessites la casta
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18 jun 2015 Quan necessites la casta

Las últimas elecciones municipales han llevado a la responsabilidad de gobierno a grupos y personas que basan su discurso en la utilización de la palabra casta para definir lo que ellos consideran el problema principal de la vida pública. Si tenemos en cuenta algunos éxitos electorales –los cambios en las alcaldías de Barcelona y Madrid-, hay que concluir que sacar del baúl un concepto tan rancio como casta ha sido de gran eficacia. Casta -que Pablo Iglesias ha convertido en eje de su retórica- es un concepto tan vago y genérico que puede aplicarse de la forma más arbitraria sin que pase nada. Todo puede ser casta y nada puede serlo. He ahí el gran secreto de este frame, para decirlo como los estrategas electorales.

Mientras Podemos y sus asociados han estado en la oposición, el concepto de casta se ha aplicado de manera indiscriminada contra todos los que tenían algún tipo de poder. Casta es los que dirigen los partidos tradicionales, los sindicatos, las patronales, los bancos, los medios, etc… Iglesias dibujó un mundo de casta y anti-casta que le permite presentarse como David contra Goliat. Hablar así es fácil, no hay que afinar mucho. El mensaje es simple: dadnos los votos y echaremos a la casta, nosotros somos “la gente normal”. Esta no es una idea de izquierdas ni de derechas, es atractiva para cualquiera que desee transformar su cabreo (por la crisis, por la corrupción, por los recortes, por todo) en una acción efectiva contra “los de arriba”.

La gracia está en controlar la máquina de definir. Tú eres casta, yo no lo soy. ¿Qué atributos debe tener la casta? Eso no debe explicitarse mucho, no vaya a ser que uno tenga que considerar casta al compañero de facultad, el que ha convertido los tejemanejes académicos en un modus vivendi confortable, bien protegido por los privilegios funcionariales y las opacidades corporativas más blindadas. Quien pone y quita la etiqueta de casta ya ha ganado la mitad de la partida. Y a partir de aquí se establece un clima de denuncia y de histeria que coloca al adversario bajo sospecha.

El método es más viejo que la noche. Iglesias y los dirigentes de Podemos acaban adoptando el llamado silogismo de McCarthy, en referencia a lo que hacía el senador estadounidense obsesionado en perseguir comunistas durante la guerra fría. El escritor Arthur Miller explica muy bien cómo funcionaba aquella locura: dado que el impulsor de la caza de brujas veía comunistas y espías por todas partes, cualquiera que se oponía a él debía estar forzosamente a favor del comunismo y de los soviéticos. La consecuencia de aquel silogismo tramposo –recuerda Miller- fue nefasta para los que combatían a McCarthy, que se vieron obligados a defenderse y a justificarse constantemente sin poder romper los montajes de aquel fanático. Ahora, si osas criticar a Iglesias, a los dirigentes de Podemos o a los concejales escogidos por alguna de sus marcas blancas, te califican inmediatamente de casta (o de servidor de la casta). Vamos a la reducción más primaria de la confrontación política: si no estás conmigo, estás contra mí.

El cuento de la casta es de una consistencia descriptible pero ha servido para lograr votos y llegar al poder. Hasta aquí, los creadores del relato pueden ponerse la medalla. Pero la victoria democrática comporta el aterrizaje en una realidad poco esquemática: hay que gestionar desde el primer minuto y, para hacerlo, las palabras no bastan: gobernar es pasar del verbo a la acción. El político –también el que quiere inventar la sopa de ajo- es un hombre o una mujer de acción. La complejidad de una administración local exige poner las palabras por detrás de las necesidades y, entonces, se descubre la gran farsa. Aquella casta que había sido el gran objetivo de la batalla se convierte –por arte de magia y de la noche a la mañana- en un cómplice necesario para entender el interior del poder y ejercerlo con garantías. La fábula se acaba y empieza la vida en  prosa, llena de grises, de matices y de intersecciones. En Barcelona, la metáfora de todo esto es el fichaje de Jordi Martí como nuevo gerente del Ayuntamiento. La alcaldesa que ha ganado los comicios haciendo bandera de la supuesta nueva política (“sí se puede”) ficha para la sala de máquinas a un hombre que encarna todos los vicios y todas las virtudes de la vieja política. Martí, socialista de largo recorrido, conoce todos los rincones de la Casa Gran porque empezó de joven, de la mano de Mascarell, de quien es un hijo político preeminente. Para rematar, Martí dirigió el grupo socialista durante el anterior mandato y ejerció, por lo tanto, como jefe de la oposición, en nombre de una formación que BComú calificaba de casta durante la campaña. Lo más revelador de la mala conciencia de Colau cuando ficha a Martí es el pueril énfasis que la alcaldesa pone en el carácter “técnico” de un cargo que es de evidente confianza política, al margen de los méritos innegables del elegido. En todo caso, las máscaras caen pronto: Colau –movida por un pragmatismo digno de la política de siempre- busca entre la casta consistorial a un colaborador que le permita ahorrarse muchos problemas del día a día, sobre todo cuando dispones sólo de once concejales. Veremos qué será la casta cuando BComú lleve tres años gobernando.

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