ajax-loader-2
Francesc-Marc Álvaro | L’art de quedar malament
3708
post-template-default,single,single-post,postid-3708,single-format-standard,mikado-core-2.0.4,mikado1,ajax_fade,page_not_loaded,,mkd-theme-ver-2.1,vertical_menu_enabled, vertical_menu_width_290,smooth_scroll,side_menu_slide_from_right,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.5,vc_responsive

31 dic 2015 L’art de quedar malament

La hora de hacer gobierno es la hora de hacer la política más difícil. En España, no sabemos qué gobierno habrá. En Catalunya, llevamos días empantanados. El segundo episodio de la primera temporada de la serie danesa Borgen es una buena lección para cualquiera que esté al frente de un partido con posibilidad numérica de crear un gobierno de coalición: no basta con disponer de varias parejas de baile, hay que saber qué música es la adecuada, hay que conocer a fondo al socio potencial y, sobre todo, hay que interpretar con convicción el papel del ganador sin haber ganado todavía. Pedro Sánchez –que tiene o tenía varias combinaciones al alcance– debería ver esta ficción televisiva, con permiso de los barones socialistas. Hay que decir que Birgitte Nyborg no tiene cerca ninguna Susana Díaz haciendo la pascua cuando consigue ser investida jefa de Gobierno.

En teoría, todo el mundo que toma parte en la política institucional aspira a gobernar, si puede. En Catalunya, hay excepciones, porque hay gente para quien la política es, por encima de todo, agitación desde la oposición. Vivir en la oposición permanente mantiene intacta la promesa de un gobierno perfecto y puro, un cenáculo ideal que superará –cuando llegue– todas las contradicciones que van erosionando a los desgraciados que han de gestionar la realidad inclemente, cuadrar presupuestos y tener que decir no. Quien gobierna asume la responsabilidad y el riesgo, y se pone a merced de fuerzas que no controla, una aventura que da miedo a los populistas, adiestrados sólo en hacer propaganda y explotar los tropiezos del otro. El populista vive en la seguridad de los grandes principios y las grandes palabras, pero gobernar es un ejercicio hecho de concreciones muy incómodas. Cuando el populista debe escoger –lo acabamos de ver– deviene una parodia de sí mismo. Daniel Innerarity lo resume muy bien en La política en tiempos de indignación: “A diferencia de todos esos discursos que están llenos de generalizaciones, las decisiones han de ser adoptadas de acuerdo con una situación particular”. Toda acción de gobierno es sobre una situación particular, por eso no sirven mucho, a la hora de gestionar, ni los manuales de ciencia política ni los discursos llenos de citas para arrancar aplausos fáciles. La política elige entre “dos cosas regulares”, nos recuerda Innerarity, extremo que “dispara la crítica de quien no ha comprendido de qué va la cosa”. El profesor vasco apunta al corazón del problema cuando remarca que “en el espacio de lo humanamente posible (no sólo en la política), con escasez de tiempo y recursos, elegir lo menos malo, quedar mal con alguien, posponer ciertos objetivos para atender lo prioritario son cosas inevitables”. Quedar mal con alguien, sobre todo con sus votantes, es lo que da pánico a los populistas.

A gobernar se aprende gobernando. Lo admiten todos los que se han encontrado en esta tesitura, desde Pujol y González hasta Colau y el alcalde del pueblo más pequeño. Los técnicos ayudan, pero la acción política no es –no debe ser– tecnocracia. Hoy oímos a González dando lecciones con la prepotencia de un oráculo sagrado, pero el joven Isidoro no sabía casi nada de cómo se lleva un país cuando en 1982 llegó a la Moncloa. Tenía un programa y había detectado la necesidad de impulsar reformas históricas, pero desconocía completamente qué significa gobernar. Luego, el día que pidió el sí a la OTAN, González ya había descubierto el mecanismo implacable que modifica a cualquiera que pueda modelar el interés general e incidir en la vida de millones de ciudadanos.

¿Quiere, de verdad, gobernar Sánchez? No es una pregunta retórica. ¿Qué es un buen político? ¿Qué es un buen gobernante? Son preguntas necesarias. Pronunciar buenos discursos o tener relaciones fluidas con las élites no acredita que tomarás las decisiones menos malas. Tampoco lo acredita que salgas bailando o haciendo un pastel por la tele. Todos conocemos a políticos a punto de jubilarse que han tenido menos responsabilidades que un presidente de escalera. Ser el chico de los recados no es lo mismo que ser un estadista. Volvamos al asunto: ¿qué es un buen gobernante? La primera y peor de todas las corrupciones es la incompetencia, pero el incompetente no genera tanta indignación como el que mete mano en la caja, quizás porque sus efectos forman parte de un paisaje general de inoperancias y mediocridades.

Michael Ignatieff, profesor y político canadiense, responde una de mis preguntas: “Un buen político tiene que estar al mismo tiempo en la batalla y por encima de la refriega”. Estar dentro y fuera, luchando y pactando. En sus memorias, Ignatieff hace una buena distinción, muy útil para quien deba negociar un gobierno, sobre todo si –por casualidad– se llama Artur Mas: “Un adversario tiene que ser derrotado, mientras que un enemigo debe ser destruido. No puedes llegar a compromisos con los enemigos. Con los adversarios, el compromiso sí es posible. El adversario de hoy puede convertirse en un aliado mañana”.

Etiquetas: