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Francesc-Marc Álvaro | La casa gran de Colau
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28 ene 2016 La casa gran de Colau

Que Ada Colau lideraría un proyecto más allá del Ayuntamiento de Barcelona es algo que hace días que se sabía y se notaba en el ambiente. Los resultados de En Comú Podem en los comicios del 20-D certificaron que la alcaldesa es la pieza sobre la que una cierta izquierda catalana quiere reagrupar fuerzas y crecer. La mujer que –según dijo– no quería hacer política ha descubierto que tiene aquel intangible más valioso para ponerse al frente de una promesa y hacerla creíble. Antes, a eso lo llamábamos carisma. Ahora, no lo sé. El partido de Colau nacerá a partir de varios materiales, pero –de momento– sus promotores no quieren llamarlo partido, porque suena a vieja política. Lo llaman “espacio”, de la misma manera que Coscubiela denomina “diferencias internas” a la agria batalla ­entre el diputado podemita Fachin y los de IC, dentro de Catalunya Sí que es Pot.

Si hablamos seriamente, vale más no confundir los espacios socioelectorales (siempre complejos y llenos de matices) con las formaciones que intentan articularlos a cada momento. En Catalunya, desde el 2012, y en el conjunto de España desde hace menos tiempo, el sistema de partidos se está transformando a partir de mutaciones sociales muy aceleradas. Los espacios políticos, en cambio, son el terreno donde las diferentes organizaciones operan con más o menos fortuna, allí donde se edifican y se derriban los proyectos y donde viven y mueren los liderazgos. En teoría, el espacio que Colau quiere reconfigurar empieza más allá del PSC, se asienta sobre el antiguo espacio de los ecosocialistas y penetra en el universo CUP. Pero eso es sólo lo que parece. En realidad, el partido de Colau aspira a recoger bajo un mismo paraguas el antiguo voto del PSC, el de ICV y el de partidos extraparlamentarios diversos, comiendo terreno también a ERC y sin renunciar a captar muchos electores de C’s, sobre todo metropolitanos. Colau busca –legítimamente– la concreción de la casa grande de la izquierda catalana, operación que me recuerda lo que hace unos años se denominó L’Olivera, un intento de imitación aproximada de la coalición italiana L’Ulivo, que hizo hablar mucho a Maragall y Ribó. Dado que vivimos tiempos de indignación más que de poscomunismo, Colau mira menos al centro que sus predecesores. Que no mire al centro no significa –claro– que no quiera pescar ahí.

El artefacto del colauismo no puede hacerse sin el concurso del partido de Iglesias, pero –eso ya se vio en las elecciones del 27-S– debe huir de cualquier cosa parecida al viejo sucursalismo. Desde el soberanismo se piensa –con demasiada ingenuidad y voluntarismo– que el punto de fricción entre Iglesias y Colau será el referéndum sobre Catalunya. No desprecio este aspecto, pero pienso que la gran discrepancia entre la estrategia de la alcaldesa y la de Podemos es otra: mientras los podemitas no esconden que quieren sustituir al PSOE y suavizan su lenguaje, el entorno sobre el que cabalga Colau simula querer ser la nueva versión de la izquierda de verdad y exagera la fraseología de movimiento gauchista, aunque (por debajo) lanza una opa descarada al socialismo catalán (maniobra que incluye el fichaje de muchos de sus expertos y cuadros). Resumen: Iglesias y Colau quieren llegar al mismo lugar, pero escogen caminos y palabras diferentes. Basta con comparar cómo y de qué manera hablan unos y otros de la idea de República. Podemos ha aparcado este asunto sin manías (porque saben que ir contra Felipe VI no les hará ganar) mientras los comunes alimentan la recuperación y enaltecimiento del imaginario republicano, con un subrayado militante destinado a contentar a la parroquia más ávida de gestos de rupturismo mediático. Esta política de símbolos sirve –sobre todo– para tapar el pacto pragmático con los constructores del modelo de ciudad que Colau tanto había criticado, una dimensión que encarna muy bien Jordi Martí, todopoderoso hombre fuerte de la maquinaria consistorial y figura criada a la sombra de la moderación maragallista. Si Collboni acaba dentro del gobierno municipal, las cosas serán todavía más claras.

La apuesta de Colau es ambiciosa: hacer del espacio socialdemócrata y del espacio de izquierda alternativa una sola marca que tenga la oportunidad y la presencia suficiente para gobernar municipios y la Generalitat, y para contribuir de manera determinante al gobierno de España. En este contexto, la competición con el soberanismo en general y con el soberanismo de izquierdas es muy evidente, por eso ERC y CUP deben empezar a prepararse. Los republicanos son los que más pueden ver alteradas sus expectativas de crecimiento, sobre todo si los independentistas no saben aprovechar el Govern para ampliar la base de su proyecto a partir de una gestión solvente, inteligente y bien explicada.

Para el centro soberanista –que tiene como eje a CDC o la organización que acabe saliendo de la refundación de este partido–, la emergencia de Colau es una magnífica oportunidad de librar la verdadera batalla de las ideas. Con imaginación, con caras nuevas y sin miedo.

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