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Francesc-Marc Álvaro | Aspirants a holandesos
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28 mar 2016 Aspirants a holandesos

La muerte de Johan Cruyff ha sido un acontecimiento político de primera magnitud, con todas las grandezas y miserias propias de la política, imposturas incluidas. No podría ser de otra manera tratándose de la gran figura de un club de fútbol que ha asumido que es más que un club, hecho que alguien debería explicar urgentemente a la dirigente catalana de C’s, sobre todo porque una cosa es liderar un partido anticatalanista y otra liderar un partido extraterrestre. De manera muy fina, Jordi Puntí ha notado que Cruyff «casi sin querer, nos dio una patria», un gesto que generaba dos lealtades, como bien añade el escritor: al Barça «pero también la selección holandesa, que animábamos como si fuera nuestro país». Cruyff o el mito del catalán que vence, el que no tiene que celebrar derrotas ni debe pedir perdón. La Catalunya que habría querido ser y que, sobre todo en 1973, era imposible de plantear.

Pla escribió que los catalanes somos italianos del oeste. Una comparación más poética que política, creo. Ahora no está de moda citar a Jordi Pujol (excepto para hacer leña del árbol caído, como hace el resentido habitual para deformar sus tesis sobre la inmigración peninsular), pero vale la pena recordar que el expresident tenía la manía de presentar Catalunya como «una Holanda del sur». En el catalanismo, siempre ha sido importante el juego de espejos de la comparación internacional, desde los tiempos de Almirall. Más tarde, Rovira i Virgili fue sistemático en el estudio de los pueblos europeos sin estado. A primeros de los noventa, después de la caída del imperio soviético, las naciones bálticas, junto con Eslovaquia y Eslovenia, eran países muy mencionados. Quebec, desde los setenta, ha sido un caso observado detenidamente.

Holanda ha ejercido una cierta fascinación en el imaginario del nacionalismo catalán. Cruyff sirvió para reforzarla sin necesidad de retóricas. Autoestima por la vía futbolística, una compensación psicológica que dice mucho sobre qué gente somos o hemos sido. Cuando nos gustamos, somos aspirantes a holandeses: más civilizados y eficaces, mejores comerciantes, más innovadores, más como subraya el conocido poema de Espriu. Más europeos. En el fondo de este ejercicio, está también la necesidad de cambiar la memoria negra de 1714. Los ancestros de los holandeses de hoy proclamaron su independencia de Castilla en tiempos de Felipe II y ganaron la guerra. El futuro tuvo un precio alto, por supuesto.

El nuevo soberanismo no habla mucho de Holanda. Habla más de Dinamarca y de Austria. También de Escocia, por razones obvias. Una parte del independentismo -el más pequeño- tiene otras referencias, a veces tan exóticas que provocan una considerable inquietud. Dicho esto, está claro que ya no podemos vivir de la patria ideal que nos dio Cruyff. Vivimos un momento en que Catalunya aspira a ser Catalunya.

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