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Francesc-Marc Álvaro | L’exemple d’Hilari Raguer
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29 sep 2016 L’exemple d’Hilari Raguer

Cuando Hilari Raguer empezó sus estudios de Derecho en la Universitat de Barcelona era reciente el final de la Segunda Guerra Mundial y los aliados habían derrotado a las tropas de Hitler. Eran años muy grises: rápidamente se vio que las potencias occidentales no tenían previsto quitar a Franco del medio, el dictador era una pieza que ya les iba bien para acuñar los equilibrios de un nuevo teatro geopolítico. Para los que no vivimos aquel momento no es fácil imaginar qué podía sentir un demócrata y un catalanista ante la evidencia de que la victoria de 1939 se consolidaba. El historiador y monje de Montserrat evocó su etapa de joven universitario en su discurso de agradecimiento durante el acto –celebrado la semana pasada– en que recibió la Medalla de Oro de la Universitat de Barcelona. El aula magna se llenó de amigos, colegas y discípulos de un hombre que ha escrito obras fundamentales sobre el papel de la Iglesia en la historia española, sobre la Unió Democràtica de la etapa republicana y sobre varias figuras de relieve de aquella época, como Carrasco i Formiguera o el general Batet.

Son muchas las personas que sienten respeto y aprecio por un intelectual que no ha tenido pereza en comprometerse para defender las posiciones políticas que considera justas. Siempre haciendo gala de buen humor, este erudito sabe incidir en el debate público de manera aguda y rigurosa. Lo volvió a demostrar el otro día. Me quedo con este fragmento de su intervención: “Cuando en los sesenta se produjeron las grandes movilizaciones estudiantiles democráticas, les acusaban de hacer política en vez de estudiar, pero la universidad que yo encontré estaba politizada, en manos de la policía y de los paramilitares del SEU. Una vez alguien se encerró por la noche en la universidad y cuando a la mañana siguiente abrieron, aparecieron en las aulas y en el patio grandes pintadas con consignas antifranquistas y nacionalistas. Los del SEU reaccionaron apaleando a estudiantes que tuvieran fama de catalanistas. El jefe del SEU Pablo Porta, futuro presidente de la Federación Española de Fútbol, dirigía personalmente las torturas para descubrir a los autores de las pintadas. Entre otros, torturaron a Ainaud de Lasarte y Francesc Casares, y también a Josep Carrasco i Azemar, hijo de Carrasco i Formiguera, que tenía mucho cuidado de no significarse”. No es la primera vez que esto se explica, varios libros de memorias –las de Alberto Oliart son magníficas– y estudios historiográficos lo documentan. Pero escucharlo directamente de un testigo es una experiencia chocante. Y más hoy día, cuando unos relativizan cínicamente lo que fue aquella tiranía mientras otros pretenden modelar una memoria antifranquista excluyente y sectaria, a la medida de sus manías de hegemonía exprés.

Hagamos un esfuerzo de empatía y de imaginación: un régimen dictatorial que dura tantos años ofrece muchas fotos, de tonalidades diferentes y cambiantes en lo más superficial. Los cuarenta son tan remotos y oscuros para la mayoría de ciudadanos de ahora que corremos el riesgo de que desaparezca de la conciencia colectiva lo que significó convertir una victoria militar en un sistema de opresión. El peligro de que todo se diluya en una abstracción. Y contra la abstracción necesitamos el relato del testigo acreditado. Aquella universidad donde Raguer aterrizó era –como él remarca– el territorio de “la policía y de los paramilitares del SEU”. Piensen un instante en ello. Hay que saberlo, para evitar errores de juicio y para entender el miedo.

El miedo –que es una materia que yo he visto en los rostros de mis padres, de la misma generación que Raguer– no proviene de la nada. Es cierto que es un miedo acumulado, que puede tener varios orígenes; por ejemplo, durante la guerra, en la retaguardia catalana, las torturas las hicieron los de otro color, que tampoco tenían nada de demócratas. Y Carrasco –recordémoslo– cae en manos del ejército franquista porque debe huir, dado que las patrullas de la FAI quieren matarle. La tercera España y la tercera Catalunya –los demócratas sin espacio atrapados entre fuerzas totalitarias– ha sido el gran eje del trabajo investigador del padre Raguer. Ahora bien, y volviendo al miedo, debemos preguntarnos de qué manera los temores arraigados de nuestros padres pueden haber dado lugar a otros productos, menos estridentes pero no menos nocivos.

Determinados debates en este país contienen cláusulas de exclusión implícitas, que sólo se explican por una mutación muy sofisticada de los miedos de nuestros progenitores. Eso nos lleva a pedir perdón preventivamente. Es una actitud que adopta –sin saberlo– la moral de quien considera que hay identidades sospechosas, de quien otorga carnets de cosmopolitismo, y de quien dice qué nostalgia debe ser enaltecida en plaza pública y cuál –en cambio– es hortera y provinciana. Pero la trampa se hace más evidente e ineficaz cuanto más se abusa de ella. Raguer, que fue encarcelado por la huelga de tranvías de 1951, es un ejemplo, también a la hora de huir de resignaciones que son chantajes.

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