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Francesc-Marc Álvaro | Dues demagògies
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17 nov 2016 Dues demagògies

Hay centenares de estudios sobre lo que mueve a la gente cuando vota y siempre se confirma que los factores irracionales pesan más que los razonamientos sofisticados y los datos comprobados. La victoria de Trump ha reabierto también este debate. La democracia contemporánea parte del mito de que la razón y la información del ciudadano conducirán a una buena elección, pero la realidad es que los electorados acaban decantándose a partir de una suma impredecible de elementos y circunstancias. Los juicios superficiales, las impresiones fabricadas por todo tipo de propagandas y las emociones tienen un papel central en todos los comicios. Es una brecha insalvable.

Hace casi un siglo que Walter Lippmann detectó estas debilidades estructurales y subrayó que el conocimiento riguroso de los problemas de interés general es muy difícil –casi imposible– para el ciudadano de la calle. Aunque Lippmann pensaba en la sociedad industrial de grandes públicos uniformes y no podía evitar un cierto elitismo propio de su época, su diagnóstico –debidamente actualizado– permite entender lo que ocurre también en nuestra sociedad postindustrial, donde los canales de expresión son incon­tables, donde hay más personas instruidas, y donde los públicos se han fragmentado y diversificado. El propio concepto de opinión pública y el concepto de influencia se han visto modificados profundamente por la aparición de internet y las redes sociales. Ahora bien, que haya mucha más información al alcance que hace cien años no significa –es evidente– que tengamos un criterio más elabo­rado a la hora de votar. Vivimos en la sociedad del conocimiento, pero este cuenta poco cuando nos ponemos el sombrero de electores.

Las victorias políticas no surgen de un análisis equilibrado, documentado y crítico de la realidad. Elegimos a los que tienen que gobernarnos de una manera que tiene poco que ver con una selección de personal. Los populistas ganan gracias al mismo mecanismo que los candidatos convencionales, a partir de la misma irracionalidad aleatoria. Lo que diferencia los primeros de los segundos son, a mi entender, tres ­elementos: el populista presenta de ma­nera simple problemas complejos, hace un uso de la mentira más sistemático y des­carado, y ofrece una restitución de un pasado idealizado frente a un presente y un futuro preñados de amenazas reales o prefabricadas. La globalización concentra todas estas tendencias y por eso es el ene­migo que abatir para los populistas de derechas y de izquierdas, coincidentes en algunos asuntos y en la idea –ciertamente peligrosa– de que la política ha ­sido secuestrada hasta que ellos han llegado al poder. Por ejemplo, el partido de Colau proclamó, el día que ella tomaba posesión, que el pueblo entraba por primera vez en las instituciones, como si los ayuntamientos desde 1979 hubieran sido una gran farsa.

La globalización ha impactado sobre la tecnología, el mercado de trabajo y los salarios. Un mundo que parecía inmutable ha desaparecido en pocos años y amplios sectores sociales que se sentían seguros han pasado a sentirse decepcionados, desconcertados y asediados. Los expertos explican que muchos votantes de Trump han buscado refugio ante una sensación extrema de desamparo, generada por cambios que les dan miedo. Salvador Cardús ha hablado de la humillación como materia indispensable para acabar de entenderlo. El producto contra el desamparo incluye ingredientes muy peligrosos. La actitud expeditiva y autoritaria del candidato republicano pretende sugerir una claridad y una coherencia que, a la hora de la verdad, no existen. Una suma de mensajes reaccionarios no es un programa de gobierno, he ahí el primer gran reto de un perfecto amateur en política. Ser autoritario no implica tener visión y liderazgo.

No hay un populismo bueno y uno malo, por mucho que los ideólogos de Podemos y otros hayan adoptado el término en positivo para definir una vía copiada de países con una fuerte desigualdad. Es lo que el profesor Jaume Risquete ha definido acertadamente como “la condición pospopulista”. Mientras la derecha populista envuelve sus respuestas en una actitud autoritaria, la izquierda populista lo hace con una actitud de superioridad moral que da por hecho que las razones del rival son siempre innobles y espurias. Mientras el enemigo de la derecha populista son el inmigrante y las minorías, para la izquierda populista lo son la clase media y los que defienden la iniciativa privada o el esfuerzo individual. Los dos populismos coinciden en una lectura dogmática y rígida de la vida pública que pretende diseñar el común como un espacio de exclusión del pluralismo, donde los valores del que gobierna se impongan duramente, forjando hegemonías a martillazos. Unos pervierten el concepto patriota y otros pervierten el de clases populares. Ambos exhiben –por ejemplo– ideales autárquicos y antiliberales, como en la batalla contra el TTIP.

La mayoría estamos atrapados entre dos demagogias que borran la complejidad y el valor del pacto: la de Trump y la de nuestros revolucionarios más iluminados.

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