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Francesc-Marc Álvaro | Angles morts: 1976, 2016
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24 nov 2016 Angles morts: 1976, 2016

Adolfo Suárez –ahora ha salido a la luz el documento audiovisual que lo certifica– no quiso convocar un referéndum sobre la monarquía después de la muerte de Franco porque sabía que se perdería; de esta manera, la ley para la Reforma Política que abrió la puerta a la transición llevaba incorporada la forma monárquica del Estado. Tapada por la posterior Constitución de 1978, no se habla mucho de esta ley, que fue votada en referéndum el 15 de diciembre de 1976, con un resultado favorable de más del 90%, aunque la mayoría de los partidos de la oposición antifranquista propugnaron la abstención. Guardo en la memoria la imagen difuminada de mis padres acudiendo a votar y la de mis maestros diciendo que aquello era una farsa. El posterior juego de equilibrios entre los reformistas del régimen, los militares y los partidos que salían de la clandestinidad convirtió el asunto de la Corona en un elemento al margen de cualquier debate, sobre todo cuando tocaba escribir la Constitución. El fragmento de la entrevista de 1995 donde Suárez explica esta jugada no hace más que ilustrar lo que podríamos denominar teoría de los ángulos muertos.

La historia tiene ángulos muertos y la actualidad también. Un ángulo muerto es lo que la gente del cine denomina un “fuera de campo”. Es lo que no se ve. Cuando circulamos en automóvil, somos conscientes de que los espejos siempre dejan un ángulo muerto, lo que significa que no tenemos nunca toda la información y, a veces, eso provoca problemas. Una tarea de los historiadores es mostrar los ángulos muertos de los acontecimientos del pasado, de la misma manera que una tarea de los periodistas debería ser mostrar los ángulos muertos de los acontecimientos en curso. Para comprender bien qué ha pasado y qué está pasando, los ángulos muertos tienen que dejar de serlo. Una sociedad abierta de veras –no la de los falsos liberales que defienden a los fuertes y olvidan a los débiles– tiene la obligación de añadir luz a la oscuridad. Esta es la división política fundamental: partidarios de tratar a la ciudadanía como adultos y partidarios de las sombras chinescas y del plasma presidencial.

Un ángulo muerto de 1976 ha dejado de serlo. Muchos dirán, quizás, que no era necesario dar con las palabras exactas de Suárez para saber que la República fue un tabú de la transición y que la metodología resumida en la frase “de la ley a la ley” tiene truco. Pero la verdad histórica –como la del periodismo– exige pruebas que fundamenten las interpretaciones, de lo contrario todo es pura opinión, en el peor sentido. Conocer con detalle nos permite comprender mejor lo que se sospechaba y, sobre todo, nos permite ir viendo la transición como una suma de ángulos muertos que han acabado componiendo un mural de opacidad.

Ahora viene cuando debo hacer una aclaración que hago de vez en cuando: no estoy criticando la transición en bloque, en la línea de lo que dice Podemos (que se carga todo lo que Carrillo hizo) o de otros. Parto de la idea de que se debieron tomar las decisiones que el contexto permitía y yo no soy nadie para ensayar ucronías. No juzgo el pasado con las gafas del presente, que es una actitud intelectualmente perversa y políticamente estúpida. Lo que intento hacer –desde que escribí Els assassins de Franco– es interrogarme sobre los agujeros negros del relato oficial de la transición, que es el discurso que funciona como piedra de toque para establecer lo que es o no es “constitucional”, eso es, para crear una jerarquía de valores y de ideas dominantes. Por cierto, también un aviso a los que hacen lecturas reduccionistas: inicié esta exploración muchos años antes del comienzo del proceso catalán.

Todo esto sería un asunto académico si no fuera que la España que se organiza a partir de 1976-1978 muestra signos alarmantes de aluminosis, descritos por muchos autores desde un poco antes del estallido de la crisis económica. El ángulo muerto de cuarenta años atrás conecta –de forma no muy sutil– con los ángulos muertos de ahora mismo, incluso en sentido literal. Pensaba en todo eso al ver –atónito– la imagen que ofreció el canal del Congreso durante el debate y votación en secreto del suplicatorio para que Francesc Homs sea juzgado como un criminal. Las cámaras enfocaron todo el rato el techo del hemiciclo, convirtiendo el hecho grave que allí tenía lugar en un enorme ángulo muerto para todos los contribuyentes, un ejercicio de pornografía que ni los empleados de Putin o Erdogan podrían superar. Este fuera de campo gigantesco –como alguien ha observado– recuerda el punto de vista de las cámaras durante el golpe de Estado del 23-F de 1981, un rastro icónico que sugiere las metáforas que cada uno quiera, sobre todo en un país donde son legales –por ejemplo– la Fundación Francisco Franco y Falange, organización continuadora del partido único de la dictadura.

El fuera de campo es también el fuera máscaras de algunos. No es sólo un problema para los que piden un referéndum sobre el futuro de Catalunya, es una vergüenza para cualquier español que quiera estar más cerca de Estocolmo que de Riad.

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