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Francesc-Marc Álvaro | Valls vestit de Blair
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08 dic 2016 Valls vestit de Blair

Manuel Valls me recuerda a Tony Blair. Y no sólo porque alguna vez él mismo ha dicho que se sentía próximo a las posiciones del que fue premier británico. Ahora, cuando el político socialista francés nacido en Catalunya decide intentar llegar a la presidencia de la República, esta semejanza se hace más intensa. El discurso de puesta de largo de Valls como candidato a las primarias presidenciales –hecho desde la ciudad de Évry– evocaba la energía y la determinación de la primera época del que fuera la estrella del New Labour.

No lo tiene fácil Valls, hay mucha gente en el Partido Socialista que tiene las mismas aspiraciones que él, y en la izquierda en general, peleada y compartimentada. El exministro Emmanuel Macron –bien conectado con la élite económica– también ha dado el paso y se parece demasiado a Valls en esta intención de vestirse como un nuevo Blair, ensayando una síntesis que capte votantes de derecha sin perder a los de una izquierda que sufre una aguda crisis de identidad. El crecimiento del partido de Marine Le Pen explica una parte de esta desazón, pero sería ingenuo y reduccionista pensar que todo es debido a la presión que el populismo de ultraderecha hace sobre los partidos convencionales. Tal vez es el Frente Nacional quien aprovecha con habilidad y mucha demagogia las debilidades de sus competidores.

¿Por qué menciono a Blair pasando por Francia? Más allá de su discutido y discutible final al lado de Bush y Aznar en la invasión de Irak (lo cual hace que muchos juzguen negativamente todas sus políticas), el escocés consiguió acabar con una larga etapa de gobiernos conservadores en el Reino Unido, y estuvo durante una década en el número 10 de Downing Street. La reformulación del laborismo que adoptó a partir de las tesis de pensadores como Giddens se tradujo en éxitos electorales y apoyo social, y respondía a una fatiga de los viejos esquemas de la socialdemocracia británica. Aquel nuevo planteamiento tuvo la virtud de señalar caminos para el socialismo europeo, aunque algunos nunca lo entendieron, sobre todo en los países meridionales. Lo que se denominó Tercera Vía es mal visto hoy por los que abjuran del reformismo y de la colaboración entre sector público y sector privado, pero nadie puede negar que Blair fue el principal motor de renovación del lenguaje y de las políticas de unas izquierdas que habían quedado fosilizadas. La crisis económica ha dado aire a todos los que se vieron barridos por Blair, los cuales atribuyen los daños de hoy a aquella relectura del socialismo democrático hecha por quien siempre vieron como un infiltrado (le llamaban Tory Blair). Por eso el Labour está liderado ahora por Corbyn, y por eso en Catalunya y España gana po­siciones una izquierda populista que no tiene ningún tipo de vergüenza al reivindicar el peronismo, que parece un chiste. La ley del péndulo doctrinal nos ha conducido a la cornucopia.

Antes de Blair, los socialdemócratas tenían miedo de hablar de orden, de seguridad, de familia, de mérito, de inmigración y de identidades. El equipo de cabecera del líder laborista supo robar las grandes palabras que los conservadores se habían quedado en exclusiva, en un contexto de desánimo propiciado por los efectos del thatcherismo. La operación fue tan delicada como audaz, y partía de una idea que -a mi parecer- no ha perdido vigencia: el progreso de las sociedades se genera a partir de valores que parecen opuestos. Por ejemplo: la solidaridad (fraternidad en términos históricos) es un valor oficialmente de izquierdas, pero no tiene ningún sentido desligado de un valor como la seguridad. El reto, por lo tanto, es el equilibrio al formular políticas; un equilibrio siempre precario, como demuestran las últimas declaraciones sobre los refugiados que ha soltado la canciller Merkel, la figura política europea que -hasta ahora- más ha hecho para acoger a los que huyen de Siria.

No sé si Valls será un nuevo Blair de veras. Lo que sí sabemos es que la Francia (y la Europa) de hoy no es el Reino Unido de hace veinte años, y que ahora triunfan los mensajes más simples y más catastrofistas, los que pintan soluciones de todo a cien. Que Valls haya hablado de plantar cara a Putin, Erdogan, Trump y China en su primer discurso de campaña sugiere que quizás le es más fácil mirar hacia afuera que hacia adentro. Asimismo, el profundo malestar francés que vincula identidad nacional, inmigración, terrorismo y bienestar no es un asunto que dependa sólo de las palabras, la complejidad del caso exige seguramente desmontar certezas y consensos muy ampliamente compartidos, sin hacer el juego a los enemigos de la democracia.

A pesar de lo que digan los que nunca lo aceptaron, Blair fue creíble durante muchos años, y consiguió frenar a los conservadores mejor que nadie. Si Valls quiere imitarlo, deberá prepararse para una carrera de fondo. Su apuesta sólo tomará vuelo si sabe mantenerla con suficiente convicción para que no parezca un producto de temporada, destinado sólo a pescar a los que dudan entre una ilusión invisible y un voto resignado contra Le Pen.

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