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Francesc-Marc Álvaro | El suport enverinat
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16 feb 2017 El suport enverinat

Pobre Errejón! Lo intentó y no pudo ser. Al ver su derrota ante Pablo Iglesias, durante el pasado fin de semana en Vistalegre II, pensé que el dirigente con aspecto de primero de la clase había llegado tarde. Pedro Vallín, en su crónica de la segunda asamblea ciudadana estatal de Podemos, lo consignó muy bien: “De esta asamblea aún puede extraerse otra conclusión que merece un análisis más exhaustivo para dilucidar su significado y alcance: como ocurrió en las elecciones estadounidenses, en el referéndum del Brexit, en el plan de paz en Colombia, en la operación contra la dirección del PSOE o en las primarias socialistas francesas, en estos tiempos convulsos, un apoyo mediático masivo como el que disfrutaba Íñigo Errejón es, en términos políticos, un verdadero sambenito”. Yo añado dos casos más a la lista: Duran Lleida no salvó a Unió Democràtica a pesar de su buena posición en muchos medios y ciertas encuestas, y Albert Rivera –que ha gozado de masajes multimedia incesantes– ha logrado unos resultados buenos pero no lo bastante rotundos para poder convertir Cs en lo que él y sus padrinos esperaban. La fábula de Errejón y de otros es clara: hoy, el apoyo del llamado cuarto poder ya no inclina la balanza. Al contrario, hay apoyos que son envenenados y se vuelven contraproducentes. Ciertos elogios oportunistas del rival de Iglesias frenaron sus posibilidades y, seguramente, también desfiguraron su proyecto.

Hace mucho tiempo, existió un mundo donde la influencia que fabricaban los medios tenía una traducción muy sólida y muy directa en el juego político. La cosa funcionaba así: a más páginas de periódico y más minutos de radio y televisión, más votos. El periodismo era una forma consistente de poder y determinados editores –como determinados periodistas– podían sentirse “fabricantes de reyes”, capaces de quitar y poner jefes de gobierno y líderes de partidos. Durante el siglo XX, la gran prensa de las democracias más asentadas había asumido que su influencia mantenía un diálogo de tú a tú con los poderes formales y, a menudo, con los informales, también llamados fácticos (pero menos). El famoso caso Watergate representó un punto de inflexión de la prensa como actor político con capacidad de incidir de manera trascendente en la realidad narrada. El periodismo quedaba entronizado como vigilante eficaz e insobornable del proceso democrático. Aquel escándalo fue higiénico y puso de moda el periodismo de investigación. Un juez del Tribunal Supremo estadounidense escribió: “La prensa recibió amparo para que pudiera revelar los secretos del Gobierno e informar al pueblo. Únicamente una prensa libre y sin restricciones puede descubrir los engaños de la Administración”. Con el tiempo, las lecciones políticas y morales de aquel episodio se olvidaron, dentro y fuera de Estados Unidos. Desde las inexistentes armas de destrucción masiva del presidente George W. Bush hasta el almuerzo de La Camarga o las conversaciones grabadas en el despacho del ministro del Interior, queda claro que hay gobernantes que tienden a relajarse. Nixon pensó que era impune, sus émulos también.

La aparición de internet y las redes sociales, así como la crisis del consumo tradicional de diarios y televisión, ha cambiado un paradigma que venía siendo el mismo, como mínimo, desde el último tercio del XIX. En plena guerra fría, John Kenneth Galbraith lo despachó gráficamente: “La creencia que en otro tiempo se otorgaba al sacerdote –y quizá en menor grado al maestro– se otorga ahora a los portavoces de la televisión y de la prensa”. En este mundo de ayer, Errejón lo hubiera tenido mejor para imponerse a Iglesias. ¿Exagero? No tanto. Un ejemplo, que los más viejos recordarán: Felipe González ganó el referéndum sobre la OTAN, en 1986, gracias a mucha propaganda y también a los principales medios de comunicación de la época. Ahora, las cosas irían de modo diferente. Pongo un ejemplo del nuevo paradigma: ¿hubiera crecido el independentismo catalán los últimos años sin apoyo mediático? Sí, efectivamente, porque la ola soberanista debe muy poco a la influencia de los medios (incluida una TV3 que muchos catalanes no ven nunca) y mucho, en cambio, a las redes sociales y al boca a boca. Los medios con línea editorial favorable al proceso son tan escasos que me basta con una mano para contarlos.

Hay políticos que todavía piensan que ­salir en la portada de un diario de gran cir­culación (o encontrarse un editorial favorable mientras desayunan) es la llave mágica que abre la puerta del poder. Se engañan, aunque a nadie desagrada recibir caricias, vengan de donde vengan. La influencia ha dejado de ser una materia sagrada en manos de unos pocos y se ha convertido en un producto menos solemne y más horizontal y fluido. Diría –por cierto– que los banqueros también lo saben, de lo contrario no estarían pendientes de lo que hacen los medios pequeños. Los que eligieron a Iglesias para liderar Podemos no hicieron caso de los medios del mainstream, quizás sólo para desmentirlos. Íñigo Errejón ha sido víctima del fuego a­migo.

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