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Francesc-Marc Álvaro | La sentència i la sortida
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16 mar 2017 La sentència i la sortida

La sentencia del TSJC que inhabilita a Mas, Ortega y Rigau ilumina el momento de manera especial y nos permite ver claramente algunas cosas que, quizás, nos habían pasado desapercibidas en medio de la niebla, la polvareda y el ruido. Los magistrados han convertido el proceso –seguramente sin ser plenamente conscientes de ello– en un fenómeno de calidad diferente de lo que había sido desde el 2012 hasta el lunes.

La consulta del 9-N fue menos que un referéndum pero fue mucho más que una simple encuesta. El Gobierno Rajoy y también algunos sectores del independentismo supusieron que el invento de Mas sería una especie de romería sin trascendencia alguna; por cierto, Herrera –en aquel momento líder de ICV– dijo que el 9-N no era una consulta sino “una movilización”. Cuando –tras una jornada sin incidentes– se vio que más de dos millones habían depositado una papeleta en una urna, el Madrid oficial se puso nervioso. Hasta aquel día, el proceso no había superado el agit-prop. El ensayo de referéndum dejó al Estado en fuera de juego y había que restaurar la autoridad: la maquinaria judicial se puso en marcha. Si el 9-N fue un ejercicio colectivo contra el miedo, la sentencia del TSJC intenta recordar quién tiene el poder efectivo, que es el de castigar.

A partir de aquí, la primera virtud de la sentencia es ubicar el proceso en sus términos reales, más allá de la retórica amable de “la revolució dels somriures” y las performances de cada Diada. El Estado utilizará la fuerza para impedir lo que –según Rajoy– es percibido como “una amputación”. La fuerza es hoy cosa de los jueces, no de los militares. En este sentido, el cambio de rasante debería servir para que el independentismo fuera menos naif y tuviera una visión más compleja del terreno de juego. El voluntarismo ha hecho crecer el movimiento independentista de manera espectacular, pero no puede ser el hilo conductor de una estrategia inteligente.

La segunda virtud de la sentencia es mostrarnos las discrepancias en el bando contrario a la independencia y el referéndum. Nos hemos acostumbrado a las ­grandes controversias entre convergentes, republicanos y cuperos, pero no son las únicas. Estos días oímos a los que lamentan que Mas, Ortega y Rigau no hayan ­recibido penas más duras, los que piensan que el TSJC ha sido blando, los que propugnan que Mariano Rajoy sea más be­ligerante. No hay unanimidad sobre el grado de re­presión que hay que aplicar a los dirigentes independentistas: unos sólo quieren atemorizar, otros quieren arrancar lo que consideran “malas hierbas”. Esta desavenencia indica otra cosa: en Madrid no saben qué hacer con Catalunya.

Finalmente, la tercera virtud del juicio del 9-N es hacernos pensar sin apriorismos en los límites de la movilización independentista en la calle. La manifestación de apoyo a los tres políticos en el primer día del juicio fue considerable pero no tuvo la magnitud ni la continuidad que algunas proclamas prometían. Veremos si las manifestaciones en apoyo de Forcadell son más concurridas. En todo caso, hay que admitir que el nivel de respuesta popular a las tres inhabilitaciones –contando las caceroladas– ha sido más que discreto. Dado que Puigdemont, Junqueras y los portavoces de la CUP siempre hablan de fiar la parte final del proceso a la movilización, no está de más la reflexión al respecto. Algunos escenarios que la ANC estaría dibujando hacen pensar en actuaciones que, en el mejor de los casos, imitarían la ocupación de plazas del 15-M, táctica que da minutos de televisión pero que –como vimos– no cambia la posición de ningún gobierno.

Aplicar la fuerza de los tribunales a los promotores del 9-N es una señal inequívoca de que en el corazón del Estado no se quiere una solución a lo que se denomina “problema catalán”. El fuerte se limita a esperar una salida mientras advierte de lo que puede pasarle a quien impulse un referéndum. ¿Cuál es la diferencia entre solución y salida? Cuando buscamos una solución, no podemos prescindir de la tozuda realidad. En cambio, quien busca una salida sólo necesita detener el problema, congelarlo a partir de un uso oportunista de las circunstancias, como hacen los que van repitiendo que el independentismo ha crecido para tapar la corrupción, una consigna delirante que incluso Iceta –nada sospechoso de llevar la estelada– ha negado rotundamente.

Una parte de la sociedad piensa que la solución es un Estado independiente, después de muchas décadas de creer que la autonomía podría resolver un pleito histórico que, hoy por hoy, es una suma de agravios que reconocen también muchos no independentistas, caso de entidades como el Círculo de Economía y Foment del Treball. Estamos aquí –recordémoslo– porque el TC se cargó el Estatut, y no deja de ser curioso que Pérez de los Cobos exprese ahora una tímida autocrítica. Aunque el independentismo ha cometido errores estratégicos no menores, las otras posibles soluciones –el federalismo, etcétera– no han sido formuladas ni tienen quien las defienda. Por eso es ingenuo pensar que una salida para acabar con el proceso sería lo mismo que una solución del problema.

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