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Francesc-Marc Álvaro | Idees i corruptes
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06 abr 2017 Idees i corruptes

Todos los partidos que han gobernado durante años se han visto tocados por la corrupción. Se cumple aquella fórmula según la cual tiempo más poder es igual a prácticas irregulares o claramente ilegales. A menudo, la corrupción es la hija bastarda de una financiación deficiente de los partidos, otras veces es resultado de la rapiña personal, y todavía hay casos en que parece que se solapan las dos circunstancias. El PP y el PSOE no se han salvado de la corrupción y, en Catalunya, CDC y la desaparecida Unió tampoco. No deja de ser digno de estudio que los populares –con muchísimos casos de corrupción probada– hablen y actúen como si este asunto no los afectara de lleno. A diferencia de Mas –que ha dado explicaciones en sede parlamentaria–, Rajoy se ha puesto de perfil aunque se han divulgado sus mensajes a Bárcenas para decirle aquello de “sé fuerte”.

La corrupción es utilizada por algunos para desacreditar opciones y proyectos políticos en su conjunto. Por ejemplo, una línea de ataque constante al independentismo se basa en intentar invalidar la idea de la secesión a partir del hecho de que hay casos de corrupción vinculados a figuras del entorno convergente. Si este argumento tan falaz se aplicara al PP (de Gürtel, Púnica y Rato) y al PSOE (de los ERE de Andalucía), la idea de la unidad de España tampoco sería válida ni consistente, dado que los dos grandes partidos del sistema no pueden mostrar una limpieza ejemplar. Cuando hacemos esta operación lógica nos damos cuenta de las trampas de un discurso chapucero destinado a tapar y desfigurar un problema real.

Pero, más allá de las tácticas de guerra sucia que el proceso catalán ha puesto en primer término, vale la pena interrogarse sobre hasta qué punto la corrupción particular o sistémica en la escena española y catalana erosiona ideas, ideologías y proyectos. Tenemos una historia. Si se miran los resultados de González en las generales de 1996 –las de la “dulce derrota”–, se puede pensar que la corrupción no fue el elemento clave en el retroceso del felipismo. Si se miran los votos obtenidos durante años en València y la Comunidad de Madrid por el PP, también se puede pensar que el electorado ha hecho poco caso de los episodios más oscuros de la derecha. En Catalunya, la caída de voto de CiU después de las catalanas del 2010 (cuando Mas consiguió reunir a todos los descontentos con el tripartito) tiene tantas posibles causas (desde la confesión de Pujol hasta los recortes, pasando por algunas campañas terriblemente malas) que no es fácil separar el grano de la paja. ¿Cuántos de los votantes que CDC/PDECat ha perdido desde el 2012 se han ­movido por impacto del caso Palau o del llamado 3%? Seguro que los hay, pero quizás son más los que no votaron a Mas en el 2012 porque no se creyeron su conversión, o son más los que no votaron a Trias en el 2015 porque no había ningún discurso, o más los que no votaron a Homs en las últimas generales porque los cambios de nombre no se pueden improvisar.

Si los corruptos tuvieran la capacidad de quitar todo crédito a una ideología determinada, habríamos acabado el catálogo de ideas políticas hace siglos. Hemos visto y veremos corruptos de derechas y de izquierdas, catalanistas y españolistas, moderados y radicales. Los que no tienen corruptos conocidos en su equipo porque no han gobernado nunca o durante poco tiempo también los tendrían en caso de que su estancia en el poder no se vea limitada por nuevas reglas que eviten mandatos largos, intensifiquen los controles y castiguen de manera más severa a los que vulneran la confianza de los ciudadanos. Dado que los ángeles no existen (ni en la supuesta nueva política, también propensa a corrupciones de baja intensidad, como el nepotismo o dar cargos a incompetentes), la solución es –lo sabe todo el mundo– reducir las rendijas por donde se cuelan las actuaciones delincuenciales.

¿Por qué estamos así? A la salida del franquismo, la principal preocupación fue reforzar los partidos. La lógica dominante era la siguiente: si queremos una democracia estable que evite los errores de la Segunda República, es necesario que los partidos sean fuertes y no generen turbulencias. Era la gran prioridad, más cuando había rumores de sables cada día y se dio un intento de golpe de Estado que encendió todas las alarmas. Asentar los partidos era igual a hacer la vista gorda con respecto a su financiación; los que protagonizaron la transición tienen una explicación plausible: “No se podían hacer todas las guerras a la vez”.

Aquel pacto fundacional de la nueva democracia duró mucho. La crisis del bipartidismo y los excesos de los que se sentían impunes han cambiado el marco sobre la corrupción, que era muy benévolo. A la vez, el proceso catalán ha comportado el intento de eliminar (usando porquería real o inventada) a un socio fundador del sistema del 78 por- que no se perdona su mutación, leída como “traición” por aquellos que, justamente, ­nunca ­recuerdan que la dictadura de Fran- co era estructuralmente corrupta. Como lo eran todos los que tuvieron poder en aquel régimen.

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