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Francesc-Marc Álvaro | Falsa guerra cultural
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13 abr 2017 Falsa guerra cultural

Se puede ganar las elecciones y perder lo que se denomina guerras culturales o batallas por la hegemonía. Lo explica muy bien Michael Ignatieff en sus memorias políticas. Pero eso no pasa sólo en Canadá. En Catalunya, sin ir más lejos, tenemos el caso de la larga etapa de gobiernos de Pujol: siempre fue una estructura institucional sin apoyos en el mundo cultural, artístico y de los académicos sociales, hasta el punto de que la creación de la Universitat Pompeu Fabra –proyecto emblemático– puso en clamorosa evidencia la escasa capacidad del pujolismo para generar complicidades. El político convergente siempre se ha movido de manera insegura y a la defensiva en el mundo cultural y de las ideas, exceptuando la etapa inicial de Max Cahner, que sabía muy bien lo que quería hacer, pero tenía escasa cintura política para desplegarlo. Para ahorrarse problemas, Mas confió esta cartera a Mascarell, con lo cual admitía –sin darse cuenta– que su partido no había pensado seriamente sobre un aspecto central de la vida pública. Un día se lo dije a Jaume Ciurana, que –como Trias– tenía como principal objetivo “quedar bien” con los que siempre lo despreciaron y combatieron. Tuvieron que esperar al conflicto de Can Vies y al show demagógico de Ciutat morta para darse cuenta del error de su planteamiento.

Ahora, la emergencia de Podemos y de Colau proyecta supuestas batallas por la hegemonía, que es un término clásico del marxismo que los comunes han vuelto a poner en circulación, con este gusto que tienen por adornar de retórica pseudo­rrevolucionaria el marketing electoral. En Madrid, el fracaso de la apuesta de Iglesias para llegar al poder por la vía rápida ha creado inquietud entre sus votantes. Para mantener la tensión del relato podemita y contentar a las bases más movilizadas, el líder de Podemos ha pedido que TVE deje de emitir misas. Una vez han aparcado sine die la ilusión republicana (las encuestas dicen que la Corona recupera puntos entre “los de abajo”), los guionistas de la formación morada han actualizado las pulsiones anticlericales, para diferenciarse. Es un recurso fácil y rancio. A los ingenieros de la nueva política les ha fallado la vista: una cosa es oponerse a un bus estrafalario de propaganda ultracatólica que se desacredita sola y otra –muy distinta– es impedir que las abuelas puedan seguir desde casa la misa del domingo. El resbalón es típico de lo que Bernard Crick denomina “política estudiantil”, que es –dicho sea de paso– la que a menudo hace la CUP.

Más enjundia tiene la habilidad del equipo de Colau al simular guerras culturales en la capital catalana, una gesticulación que cuenta con la colaboración de algunos sectores miopes del independentismo. Casos como la exposición del Born con la estatua de Franco, el pregón de Pérez Andújar y la intervención artística (carritos de supermercado) en el Fossar de les Moreres han servido para construir la fábula de unos comunes cosmopolitas asediados por hiperventilados de la estelada, útiles para la caricatura. Es un intento de reedición de la vieja polarización maragallismo-pujolismo. Que haya independentistas que pican este anzuelo dice más sobre ciertas debilidades de convergentes y republicanos que sobre los méritos de los comunes. Algunos activistas mediáticos del colauismo etiquetan estos choques (amplificados en las redes) como guerra por la hegemonía, pero la cosa no tiene grosor. Sobre todo porque –desgraciadamente– el proceso ha tapado lo que debería ser un verdadero combate de ideas, propio de una sociedad abierta y plural.

En este contexto, últimamente, se ha producido una situación que, en cambio, ilumina sin querer una anomalía preocupante de nuestro país. Me refiero al nombramiento y posterior reprobación parlamentaria de Vicent Sanchis como director de TV3. Más allá de la mecánica mejorable de la designación y de su oportunidad, ha quedado claro que –según algunos– el principal problema del elegido es no responder al retrato robot que encaja en la hegemonía real y confortable en Catalunya. Si Sanchis fuera considerado de izquierdas, la polémica habría sido menor; en este caso, que el escogido sea partidario de la independencia no es el gran obstáculo, excepto para C’s y el PP, partido que –recordémoslo– colocó al exjefe de prensa de Sánchez-Camacho a dirigir TVE. Los socialistas, los poscomunistas y los cuperos no habrían reprobado nunca a alguien con sello oficial de periodista progre, porque este es el mundo dado por hecho, el mundo «normal». ¿Son menos legítimas las posiciones de Sanchis que las de los periodistas que Iceta, Coscubiela y Gabriel consideran próximos?

Ningún país puede funcionar con normalidad si sólo unos tienen derecho a expresar sus ideas sin ser penalizados. Reprobar a un profesional por su pensamiento es sectarismo. Y es también la prueba más rotunda de que es urgente librar la batalla cultural y de las ideas sin las cláusulas de exclusión, la censura y las trampas puestas por los que llevan años otorgándose la exclusiva de la razón, de la verdad y de las nobles intenciones.

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