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Francesc-Marc Álvaro | Arzalluz, un clásico
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01 mar 2019 Arzalluz, un clásico

Ha muerto Xabier Arzalluz, que dirigió el Partido Nacionalista Vasco durante casi un cuarto de siglo. Arzalluz era alguien que mandaba y no tenía miedo de hacerlo, según dicen los que lo trataron. El periodista Xabier Lapitz, siempre ágil y fino, lo resumió ayer en un tuit: “Era un político con mayúsculas, radical y pactista”. Fijémonos: radical y pactista, adjetivos que parecen antagónicos pero no lo son cuando hay inteligencia, visión y sentido de la oportunidad. Convicciones y capacidad de hacer acuerdos. Arzalluz era duro y sagaz, no dejaba indiferente a nadie y, durante su larga carrera, recibió por todos lados, sobre todo de esa prensa de Madrid que necesita siempre bestias negras para hacer exorcismos a la hora de los churros. Arzalluz encajaba, como hacen los profesionales.

Ahora queda bien decir que los partidos no sirven de nada, que los liderazgos no deben notarse y que hay que huir de las jerarquías. Pero no hay democracia sin partidos y no hay proyectos políticos sin liderazgos de grosor, lo cual en Catalunya debe explicarse con la boca pequeña, para que nadie se ofenda. El país que ha dado figuras como Prat de la Riba, Cambó, Macià, Companys, Tarradellas, Pujol y Maragall simula que los líderes no van con la tribu. Suerte que Colau –la activista que no quería hacer política– nos ayuda a poner las cosas en su sitio con su liderazgo municipal, que busca un lugar en la vitrina, como es normal. Mientras, ocurrencias como las listas “sin políticos” nos ayudan a creer que podemos dar con la isla de Utopía antes de llegar a Ítaca.

A diferencia de Pujol, Arzalluz sabía que el partido no es nunca accesorio. Por eso el PNV es una maquinaria tan bien engrasada y una escuela de dirigentes admirable, con una capacidad de relevo y continuidad que querrían muchas organizaciones. Arzalluz –con luces y sombras– fue fundamental a la hora de modernizar y configurar esta realidad, donde conviven varias sensibilidades, también la de los que han introducido enfoques nuevos que el líder fallecido quizás no habría suscrito. No es ningún misterio que, tras el plan Ibarretxe, el vasquismo mayoritario entró en una fase de repensamiento que desembocó en otros liderazgos.

Cuando yo empecé a trabajar como periodista, los dirigentes de los partidos eran, muchos de ellos, de la pasta de Arzalluz. Gente que tenía cosas en la cabeza y que sabía cómo actuar para hacerlas posibles. Esto ha cambiado y no cabe sentir nostalgia. Sólo constato que ahora hay más radicales que no saben pactar y más pragmáticos que no saben defender sus convicciones. La falsa ingenuidad del cuñado desinformado infecta la escena pública, a la espera de que el cinismo y las buenas intenciones transformen toda política en una aspiración imposible. Los clásicos, como Arzalluz, trataban a los ciudadanos como adultos.

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