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Francesc-Marc Álvaro | Hacer cola, envejecer
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08 mar 2019 Hacer cola, envejecer

Joan Capri haría un monólogo con ello y Eugenio una pila de chistes. Sabemos que envejecemos cuando acudimos a una tienda de smartphones, tabletas, ordenadores y otros utensilios tecnológicos cotidianos y nos ponemos a la cola de las personas que piden ayuda porque no saben cómo funciona esto o aquello, y tampoco son capaces de resolverlo en casa, vía consulta a un amigo o tutorial. Si el establecimiento es un negocio como es debido, unos jóvenes atentos y con mucha paciencia se hacen cargo de nuestro problema y nos salvan la vida: recuperan contraseñas, encuentran fotos borradas, nos explican cómo sincronizar varios artilugios y muchas cosas más, de una sencillez espectacular cuando son ellos los que lo hacen.

El otro día, me encontraba en una tienda de estas y observé –en menos de una hora– que más de la mitad de los clientes eran mujeres y hombres de los cincuenta para arriba, a la búsqueda –desesperada y urgente– de auxilio ante el pequeño drama tecnológico. Un señor (que pedía constantes disculpas a la joven que lo atendía por no saber hacer algo con su móvil) me regaló una mirada cómplice –desvalida y fatalista– que provocó mi sonrisa. Tuve que reprimirme para no darle un abrazo solidario y decirle: “Tranquilo, amigo, yo también estoy desbordado por estas gilipolleces que, en teoría, deben hacernos más fácil la existencia”. Afortunadamente, cuando los hijos o los nietos no pueden sacarnos del aprieto, hacemos cola en un comercio especializado donde, a cambio de pasar por algo burros y más carcamales de lo que tocaría, evitan que quedemos al margen de la opulencia comunicacional y conectiva, que es el signo de nuestro tiempo.

Pero no todas las colas de personas mayores tienen el tono amable que acabo de describir. Por ejemplo, hay entidades bancarias que han llegado a la conclusión de que no hay nada mejor que abrir oficinas que tengan un aspecto a medio camino de un tanatorio finlandés y un restaurante zen. Estas oficinas –con número de tanda– son publicitadas como lugares casi mágicos, donde podremos resolver nuestros trámites de manera más rápida, eficiente, sostenible y tal y cual. No digo que no pueda ser, pero en ellas he detectado problemas con las personas mayores, que tienden a naufragar en un circuito circular de colas que, tuteladas por chicos y chicas de una juventud y energía exultantes, no parecen desembocar en ninguna solución inteligible ni satisfactoria para el abuelo o abuela de turno. Los gurús que han parido estas oficinas no creo que piensen seriamente que eso es la mejor manera de atender a los clientes que, precisamente, no harán nunca las gestiones vía internet.

Un amigo de mi padre, pillado en una cola bancaria que tenía forma de bucle, me pidió ayuda. Me sentí impotente, lo confieso. No superé ni el primer obstáculo de la gincana.

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