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Francesc-Marc Álvaro | Españolidad contra democracia
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04 abr 2019 Españolidad contra democracia

Imaginemos que un extraterrestre se está leyendo el último libro de Francis Fukuyama, Identidad, y se topa con esta frase, a modo de conclusión de uno de los capítulos: “El orden político nacional e internacional dependerá de la existencia continua de democracias liberales con identidades nacionales inclusivas”. Imaginemos, también, que el extraterrestre de turno decide aterrizar en España para comprobar sobre el terreno si las teorías del pensador estadounidense tienen recorrido. Y, por último, puestos a imaginar, tengamos en cuenta que nuestro pobre marciano tratará de sacar algo en claro asistiendo a los muchos actos electorales que se celebran estos días, escuchando lo que dicen unos y otros. ¿Está la democracia española construida a partir de una idea inclusiva de la identidad nacional?

A la luz de los discursos de campaña, no parece que los políticos españoles tengan muy en cuenta los consejos de Fukuyama. Para Vox, la identidad nacional es claramente excluyente (se define más por los muchos que deja fuera que por los que considera buenos españoles), mientras que para Cs se trata de importar –tarde y mal– el jacobinismo francés para forzar sin manías una homogeneidad que no existe. La derecha completa su oferta con el neoespañolismo constitucional aznariano, que Casado eleva a la máxima potencia mediante la amenaza de cerrar o intervenir lo que considera disolvente para la españolidad, sea esto TV3, los Mossos d’Esquadra o, tal vez, los belenes con caganer. El líder del PP tiene el detalle de no mentar el “patriotismo constitucional” de Habermas. Esta vez, los populares se conforman con que Alejo Vidal-Quadras (reencarnado en Álvarez de Toledo) repita que el nacionalismo español no existe sin que se le escape la risa.

El PSOE parece (sobre el papel y dejando a Borrell y varios barones autonómicos a un lado) dispuesto a entender lo que es una identidad nacional inclusiva, pero todo es más triste a la hora de concretar; por ejemplo, saltan todas las alarmas y Miquel Iceta debe rectificar tras opinar sobre lo que se debería hacer si un 65% de los catalanes estuvieran a favor de la independencia. En el PSC se sabe perfectamente que no habrá identidad inclusiva mientras no exista un proyecto alternativo de España.

En Podemos conviven muchas visiones, a menudo contradictorias. Desde el clásico izquierdismo que ve la inspiración burguesa en todo nacionalismo (salvo que sea latinoamericano o africano) hasta los que prometen otra forma distinta de hacer España, que haría –dicen– innecesaria la secesión, o los que no descartan algún tipo de consulta pactada.

No hay identidad nacional inclusiva sin lo que llamamos reconocimiento. El independentismo catalán crece –sobre todo– por la falta de reconocimiento de Catalunya más allá de la descentralización y sus avatares. La regresión centralista que se pone en marcha a partir del 2000 cristaliza en la sentencia del TC sobre el Estatuto autonómico del 2006. Esto hace que miles de catalanes que aceptaban el marco autonómico decidan dejar de ser españoles, porque se sienten expulsados de un edificio que contribuyen a sufragar, algo que los convierte en ciudadanos de segunda. Sentimientos de maltrato económico e incomprensión cultural desembocan en la sensación de humillación estructural. Para resumir, muchos catalanes se hartan de que su catalanidad sea incompatible con formar parte de un Estado que ha decidido desempatar y acabar con la anomalía catalana. Aznar busca el desempate con el nacionalismo catalán y, con ello, hace crecer el independentismo en las urnas y en la sociedad, que pasa del 14% al 48 % en menos de diez años.

Tienen razón los que dicen que España no se puede gobernar con la mitad de la población de Catalu­nya en contra. Por mucha po­licía y muchos jueces que se movilizaran, el fracaso político se haría crónico y lastraría al conjunto del Estado. Por eso es tan ridículo –además de inquietante– que algunos partidos prometan arreglar la situación con un 155 permanente. La identidad nacional no es algo que pueda ser reducido a la esfera de lo privado, como si fuera una religión que debe convivir en un marco de pluralismo de creencias. No debemos engañarnos. Fukuyama no lo hace: “La función última de la identidad nacional es hacer posible la propia democracia liberal. Una democracia liberal es un contrato implícito entre los ciudadanos y su gobierno, y entre los propios ciudadanos, según el cual renuncian a ciertos derechos para que el gobierno proteja otros derechos más básicos e importantes. La identidad nacional se construye en torno a la legitimidad de este contrato; si los ciudadanos no creen que forman parte de la misma política, el sistema no funcionará”. Más claro, agua.

Si la mitad de los catalanes no consideran legítimo el contrato que los vincula con el ­Estado español, la avería de la democracia ­liberal española perdurará y se agravará. Por eso habrá que hacer algo más que prohibir, amenazar y encarcelar, supongo. Los ver­daderos patriotas españoles creo que lo comprenderán.

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